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Exiliados de nuestro verdadero Hogar

 

La gente, por lo común, gasta su vida y su energía en trabajos que no
ama; vive —más bien desvive— adormilada dentro de sus grupos, sus
organizaciones, sus patrias y sus credos. Y lo que es peor, muere sin
casi haber nacido, ya que nacer es más, bastante más, que el hecho
fisiológico de salir del útero materno. Efectivamente, el fin de la vida es nacer plenamente, y en cada instante; es ampliar la luz de la conciencia que en germen nos fue dada. Morir es detener el proceso dinámico de nacer, vivir aletargado. Psicológicamente hay mucha gente que vive muerta, habiendo dado la espalda a la expansión que demanda su naturaleza real; muere apergaminada en el seno materno de sus propias fronteras, o en la locura de los narcisismos colectivos que nutren los delirios patrióticos, culturales y otras epidemias, como el culto al Dinero a la Religión o al Estado; una suerte de patologías que la llamada gente
cuerda, o normal considera como la realidad, la vida que nos ha tocado vivir, lo que todo el mundo hace, y otras ficciones que fomentan el letargo colectivo que en otro lugar yo bauticé como patología de la normalidad.
Hemos considerado la normalidad como la «normalidad» de la curva de Gauss y el terreno como el mapa.
Vivimos programados para el mercado. Exiliados, por tanto, de nuestro verdadero hogar; y por ello sufrimos. La forma más común —y errónea— de superar semejante pandemia, consiste en alimentar el fuego narcisista de creernos partícipes de una nación diferente, de un Estado poderoso,
de una cultura dominante y otros delirios colectivos que intentan disimular el sentimiento de aislación ególatra sustentado por y en una realidad construida para compensar la insoportable soledad de quien dormita en sus propias fronteras de artificio.
Creo firmemente que la futura liberación del ser humano se iniciará en la superación de los narcisismos personales y colectivos, en la medida en que rompa esas falsas fronteras. En la medida en que nazca y renazca a la compasión que anida en la más profunda conciencia de su ser, el Ser de un universo sin fronteras. A ESO, lo reconozco, me dirigió hace veinte años la práctica del Zen.
Nuestro sistema conceptual occidental es maravilloso a la hora de definir y «objetivar» con argumentos lógicos, incluso instrumentales, no hallamos mayor dificultad en encontrar palabras para explicar las características de la maquinaria más complicada y, sin embargo, a causa de la invasión de la mentalidad tecnológica, todos los vocablos nos resultan pobres e inadecuados cuando intentamos describir, por ejemplo, un simple placergustativo. Con la misma dificultad nos  topamos cuando queremos explicar a nuestro amigo un determinado estado de ánimo en el que nos hallamos inmersos; carecemos de las palabras. Algo así pasa con el Zen. Quien
intente definir con palabras el Zen es que no lo ha comprendido.
No cabe duda de que existen muchas cosas que podemos aprender
—también desaprender— con el Zen y llegar a ponerlas en práctica
a nuestra manera, pero el mérito especial de este singular camino,
radica en su forma de expresión tan desconcertante tanto para el
intelectual como para el iletrado. El Zen es un sendero directo, tosco
en su radicalidad, pero poseedor de una gran energía, fuerza, humor
desmitificador y, sobre todo, como señala Alan Watts, «un sentido de la belleza y del absurdo que resulta a la vez exasperante y delicioso». Sin embargo lo más revolucionario del Zen es la propiedad que tiene de cambiar la conciencia, de cambiar la mente como quien da vuelta a un guante. Ya el mismo Freud, el último mecanicista, intuyó que la sensación del ego del que ahora somos conscientes no es más que el simple vestigio de una sensación mucho más amplia, una sensación que abraza al universo entero y expresa la inexorable condición existente entre el ego y el mundo externo.
En este último sentido cabe decir que en lo más profundo del Zen brota la compasión, un amor ausente de todo sentimentalismo; una especial ternura por los seres humanos «que —decía Erich Fromm— sufren y perecen, debido a los intentos mismos que hacen por salvarse». Quien practica el Zen y no ama, no practica el verdadero Zen. Pero quien lo practica de verdad constata no sólo su propia Unidad con lo creado, sino que también evidencia cómo la mayoría de las gentes han olvidado que nacieron artistas de la vida, y que, como señala Suzuki, «tan pronto como comprendan este hecho y esta verdad, se curarán de las neurosis…». Ser un «artista de la vida» significa que el individuo expresa en cada uno de
sus actos su capacidad creadora, su personalidad viva; no tiene el yo
encasillado en su existencia fragmentaria, separada, restringida.

 

Rafael Redondo

Música: Loreena McKennit – Never-ending Road

 

Practícalo y tú mismo serás la prueba…

-¿Qué prueba científica, me preguntó un destacado psiquiatra, puede probar todo eso que dices?
-Practícalo y tú mismo serás la prueba…

En el ejercicio de la meditación, cada espiración es un soltar, un
abandonarse, un liberarse de las ataduras del yo falso, y cada
inspiración, un reencuentro con el verdadero Ser, con mi verdadera
naturaleza. Mediante la práctica del Za-Zen, la meditación nos aboca
experimentar todo cuanto acabo de decir.

Respirar el Ser
filtrado en la materia…
Sentirlo cómo brota en nuestro pecho.
Respirar el propio aliento,
el que brinda alas
a las cadenas del dolor.
Punto vacío del Dios envolvente
que habita el filo del instante.
Paréntesis del tiempo
en las fronteras del aire,
y surco abierto
en el gran lecho de la Nada.
Ausencia del ego. Presencia del dios.
Poema sin poema, sin rima y sin acento,
que horada con su nada lo innombrable,
donde la historia se adelgaza y se deshace
bastante más allá de las orillas del espacio y del tiempo.

Rafael Redondo

Música: Loreena McKennith – Seeds of Love

 

En sus ojos la luz del Ibaizabal

Hoy te gocé, Bilbao. Por la mañana topé con un paisano, como yo, por su dicha, un hijo tuyo. En sus ojos la luz del Ibaizabal y en el acento de su hablar el alma, febril en su sosiego, que te anima, mi villa. Era el tonillo, el aire en que vibraron cuando era mi alma virgen, vírgenes las palabras en ella entrando. Te respiré, Bilbao, y nos sentimos yo y tu hijo hermanos en bilbainía. Tuve un rato en mis manos su mano abandonada, y al despedirnos, para mí, me dije: hermanos somos todos los humanos, el mundo entero es un Bilbao más grande. (Unamuno).
PD. Texto que me envía mi amigo Rafa Redondo, como una muestra más de amistad

Música: Doctor Deseo – Morirse en Bilbao