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MYSTERIUM CONIUNCTIONIS Sobre la unión de los opuestos

(CIRCULAR DE OTOÑO)

(Ahora que el otoño se deshace en el invierno … 
Es la oportunidad de salir del tiempo)

 

Todo varón crece y se desarrolla bajo la presencia femenina; toda mujer despunta su identidad bajo la presencia masculina. El acontecer humano no podría desarrollar su ternura y amoroso cuidado sin la dialéctica interactiva de esos polos complementarios: masculino y femenino. La aventura del vivirse en madurez, tan ardua a veces, se juega su identidad en esa integración.


Estamos hablando de aconteceres ontológicos diferenciales y diferenciados que dentro del corazón humano persiguen su unidad. En semejante escenario, hombre y mujer, mujer y hombre, portan en si algo de uno y otra, abriéndose ambos hacia la reciprocidad. Al hombre corresponderá integrar en sí el Ánima femenina, y a la mujer el Ánimus masculino, y ello de tal modo que el éxito o fracaso de esa aventura de unificación de los opuestos, determinará si la dialéctica de la vida de la persona fluye en su humanidad, o, por el contrario, se endurece o marchita. Dicho mejor: mientras el varón deberá comprehender su parte femenina acentuando las dimensiones de acogida, ternura, intuición, sensibilidad comunicativa concerniente a la fuente y misterio de la vida, compete a la mujer incorporar el Ánimus que en su fondo habita: el mundo de la racionalidad, el orden, la forma o el control, siendo en esa difícil simetría bipolar como se perfila el componente conductual de las personas humanas y la riqueza de su profundidad. Y, más allá de la fragilidad o la dureza, la capacidad de amar.


En estos momentos de nuestra evolución, y en medio de la barbarie de las cotidianas noticias sobre la violencia de género, va desarrollándose, pienso que imparablemente, una nueva conciencia: la creación va tomando, recuperando, y celebrando la liberación que se derrama sobre la Humanidad a través de la amorosa praxis y empoderamiento de lo femenino.

 

Ellas, las mujeres, son la avanzada, el porvenir hecho realidad de una regeneración, de una esperanza que se concreta en el desarrollo del Ánima en el hombre. Cada vez soy más consciente y agradecido de que ellas aceleren la evolución de la humanidad hacia el Amor. Podemos confiar en la Humanidad

 

Y pensando en Ipar Haizea, os digo Gracias, un raudal de gracias a vosotras, por permitirme comprobar en mi cuerpo y alma que vuestra ternura y genio forme ya parte de mi cuerpo y espíritu… sois huesos de mis huesos, sangre de mi sangre. Vuestra praxis y presencia, a veces tan heroicas, nos hace a todos y todas sagradamente humanos….

 

II

Invocamos y convocamos a Dios como Padre, sin reparar que la divinidad transciende géneros, aunque ese Fondo sin fondo pudiera muy bien llamársele Madre; prefiero esa advocación, aunque eso de buscar nombre al insondable misterio de lo real nunca dejará de ser una falacia, por muy bienintencionados que seamos.

 

Las personas somos receptáculos de esa Fuerza que en los contextos cristianos ha sido llamada Espíritu Santo, y yo a esa inextinguible fontana del Ser prefiero designarla Fuente de Vida, que, por serlo, es necesariamente femenina. Fuente de la que somos simples fulgentes y fluyentes gotas que celebran el regalo de la existencia sintiéndonos así progresivamente más fraternos y solidarios como hijas e hijos de ese innumerable fontanar, pertenezcamos o no a tradición alguna; porque fraternos somos todos los humanos desde que –o más bien antes de que- el Espíritu, como una fertilizante gaviota pre-diluviana, sobrevolara sobre al caos del incipiente Universo. El incesante buril de Ruah, ya desde antes del Big-Bang, aleteo sobre aleteo, sigue esculpiendo la escultura de nuestra forma material (que viene de “mater”), madre, materia de la creación, conduciendo a mujeres y hombres hacia el transparente vacío de su divinidad que en unas pocas décadas hemos venido a transparentar dejando que la Fuente de la Vida siga su curso en cada instante, permitiendo que su Fuerza en forma de brisa o de borrasca que sopla donde quiere, nos asombre y aletee. O en términos de Meister Eckhart, “permitir que Dios sea Dios en nosotros” dejándonos solicitar por la Gran Vida, que viene y va sin avisar.  Hablo de un contínuo nacer, o incluso des-nacer, a lo nuevo-viejo-nuevo-viejo, que en la práctica del Zen se manifiesta en el sentido de expirar-espirar e inspirar naciendo, des-naciendo, re-naciendo. En tal sentido, la práctica del Kin-Hin, o meditación caminando,  es en su sencillez, una potente ocasión de verificar lo que estoy diciendo: unificar el adelante y el atrás, abandonar la propia historia o curriculum vitae, y aventurarse a lo nuevo superando, unificando e integrando lo masculino y femenino como una Unidad que amorosamente nos trasciende: permitir ser luz dejándonos engendrar y dar a luz, allá donde no hay ni aquí ni allá, donde los géneros se difuminan en la Unidad que es Amor.

 

Hacernos cuenco, o femenina placenta, que nos permita, disponible como niños inocentes (la inocencia en el adulto no equivale a  inmadurez o estulticia), ser capaces de abarcar a Dios o capax Dei. Receptáculos de la divinidad. Hasta llenar los bordes de tanta y tanta Presencia del Dios Madre, hasta que nuestros tejidos no soporten tanta resurrección…

Vacuidad oferente, ese concepto, vacuidad, atribuido a Buda del que en un lejano tiempo el gran teólogo alemán de los años cuarenta del pasado siglo, Romano Guardini, ya consideraba precursor del cristianismo. Esa apertura, ese recipiente femenino concerniente a toda mujer y a todo hombre, que supone abrirse y permitir entrar; desalojarse hallando alojo, recuperar –yo diría re-ganar- la amorosa inocencia inteligencia. Dejar ser a la vida para que se (nos) manifieste la Fuente de la Vida. Ceder el propio ser para que la Fuente se manifieste y fertilice.

 

Conscientes, progresivamente conscientes, del poder que nos es dado en cada instante, estamos en condiciones de transformarnos en la Sal de la Tierra convirtiéndola en escenario de un Nuevo Mundo y una Nueva Humanidad en el mismo núcleo de una civilización deshumanizada por el ensimismamiento egoísta que le asfixia, la que en su fondo tiene sed de Ser.

 

Ahora es otoño, tiempo femenino de re-cogimiento, de horadar meditando en la profundidad, orar radicalmente, en las raíces de la abismal y celeste Madre Tierra. Ahora, tiempo de sementera, es la oportunidad de salir del tiempo (zen es PERDER el tiempo) e ir hacia lo atemporal. Cada momento es el mejor momento, querida Shanga.

 

RAFAEL REDONDO

 

HACIA EL SER

Desde muy joven, el gran maestro Dogen estaba invadido por una duda que ninguno de los monjes eruditos tendai de su monasterio podía contestar a su entera satisfacción: “si todos los seres poseen ya la naturaleza búdica, ¿por qué hay que procurar que surja la voluntad hacia la iluminación y participar en  prácticas para alcanzarla?”

Su búsqueda de la respuesta lo llevó al fin a China, al monasterio de Ju-Ching, un maestro de la escuela Ts’ao-tung (o “soto”, en japonés), donde se practicaba con mucha intensidad la meditación. Una noche, durante una sesión de meditación, Ju-Ching le gritó al monje que estaba sentado junto a Dogen: “¡Cuando estudies bajo la dirección de un maestro debes soltar el cuerpo y la mente! ¿De qué sirve dormir pesadamente con la mente fija en un propósito?” Al oír esas palabras, de pronto Dogen sintió lo que era soltar el cuerpo y la mente. Su dilema estaba resuelto. Recibió de Ju-Ching el sello y el manto de la sucesión del patriarcado de la secta soto y regresó a Japón para enseñar. A diferencia de lo que hacían otros peregrinos budistas que habían viajado a China, Dogen retornó a Japón sin llevar nuevos sutras, ritos o imágenes sagradas. Según sus propias palabras, llegó “con las manos vacías”, sin saber nada más que “los ojos están horizontales y la nariz vertical”, mas no obstante, “con una pesada carga sobre los hombros”.

La luz como constituyente de nuestra misma esencia.

Dogen apunta hacia una experiencia que considero crucial: ¡soltar el cuerpo y la mente! Ello lleva al directo acceso al reino de lo informe, lo No Manifestado, el manantial invisible de todas las cosas, el Ser dentro de todos los seres. La gran liberación implica la expansión más allá del cuerpo y la superación de la asfixiante conciencia ordinaria.

Se trata de atravesar el miedo a perder la propia individualidad, la que limita y encapsula el alma en  el cilindro corporal percibido como ego. Ello supone un cambio radical, una metanoia, una transformación radical que pasa por la ruptura de los viejos sistemas de refugio y protección. Esa metamorfosis exige la muerte del yo, la aniquilación de las formas caducas, siendo ese el precio que la Vida exige para que el ser humano halle su centro y encuentre la luz que fulge en el corazón de la penumbra.

El Ser, en su afán natural de manifestarse en la forma que nos ha sido dada, exige de cada ser humano una disposición a no detenerse en esa vía, sin meta ni llegada, que es el Camino. Y lo deberá hacer sin reservas.

Hallar en la más profunda vena del corazón humano la raíz inextinguible del Fondo que late en nuestros latidos, es ya un indicador de que puede admitir el sufrimiento inherente al sendero liberador. Que sepa sufrir –y no que ya no sufra- es la prueba de que ha alcanzado su centro, afirma Dürckheim, quien añade que vencer el sufrimiento significa ser capaz de sufrir el dolor. La única forma de susceptible de dar fielmente testimonio del Ser en el mundo es este dominio de sí mismo.

En el entorno sociológico de los practicantes de diversos tipos de meditación, puede darse el hecho (como sucede en personas estresadas provenientes del mundo empresarial, en tantos eruditos practicantes que entienden de lo que no comprenden), de que habiendo paladeado la dulce cercanía del Ser deseen afincarse en una suerte de luminosa evasión que les garantice la redención de por vida del poder de las sombras. Sin embargo, es precisamente el reino de las brumas el que paradójicamente nos brinda la ocasión de poner constantemente en juego la veracidad del fulgor adquirido en el contacto con lo numinoso. Quien no se arriesga a vivir el Centro desde y en el mismo brocal del cráter del volcán, se aparta del auténtico camino apartándose de la órbita del Ser. Tener el coraje –exclama Dürckheim- de hacer un arriesgado don de sí mismo es lo que engendra la forma por la que el hombre, con plena conciencia, responsable y libre, mantiene el contacto con su Ser esencial permaneciendo en su centro no de un modo pasajero, sino de forma constante. El hombre –añade Dürckheim– sigue siendo hombre incluso en su forma más sublime. Si una vez llegado a su Ser esencial, se queda apartado del mundo, es que no ha alcanzado su centro personal. Lo cual exige un ejercicio metódico.

Condúcenos a la interior bodega

donde la vida en Dios es transformada,

donde la fe se ilumina y sosiega,

donde la muerte es vida renovada.

Juan de la Cruz

La muerte forma parte de la vida. Y al revés. Del expirar de la respiración brota el renacer del inspirar, porque de la muerte emerge renovada la vida. Si permaneciéramos atentos al milagro de la respiración, constataríamos este prodigioso hecho natural, porque en relación con él estamos en condiciones de presentir la plenitud de la Vida más allá de la vida y de la muerte. Sin embargo el llamado “hombre de a pie” que vive en la superficialidad, rechaza el pensar en la muerte. Le aterra, siendo esa la razón de que sea tan temida la práctica, severa y austera, de la práctica del Za-Zen, que encara al meditante a mirar cara a cara la profundidad que late tras la vida y la muerte.  Sólo –dice Dürckheim- aquel que conoce a los cómplices de la muerte –el desasosiego, la angustia y el horror- y les hace frente, es el que puede contemplar la claridad que viene del infinito, que traspasa toda finitud, elimina las fronteras llevando al hombre por encima de ellas y haciendo de él un testigo de la eternidad.

“….Cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.

Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser….”

Gabriel Celaya

Tener el valor de afrontar la muerte, de decir sí ante su rostro, ensancha los límites de la  conciencia ordinaria, abriéndonos a una nueva comprensión que habita más allá de la vida y de la muerte, encendiendo la antorcha de una libertad que suelta presa de nuestros aferramientos al saber, al tener, y al poder; una liberación para abandonar esas ligaduras neuróticas que abortan nuestra profunda tendencia a traspasar el umbral que aboca a lo Desconocido.

Destrucción que regenera, muerte que libera vida, espirar del que brota la vida renovada. Quien vive en la superficial creencia (¿qué creencia no es superficial) de que el sentido del vivir está en el sobrevivir, se cierra el camino hacia la plenitud que habita más allá de los contrarios. Ser sano consiste en traspasar ese umbral del lugar común de la conciencia gregaria, del Pensamiento Único fomentado por la suicida civilización mercantil. Estar en la salud es ser salud, y ser salud es estar dispuesto a soltarse, a des-prenderse; estar disponible a morir en cada instante a lo caduco. Muerte que la Vida exige a lo largo y lo ancho de nuestra permanencia en el cuerpo y en la tierra. Estoy hablando de una transformación que va más allá de un cambio de muebles; hablo de un cambio de morada, hablo de un cambio de conciencia que inserte lo finito en lo infinito.

Quien avanza en el Camino, siente en un determinado momento como si se sintiera “pastoreado”, o más exactamente, conducido, alguien camina por él. Se deja caminar. Sabe bien –y ello le reporta confianza- que su experiencia se siente respaldada por una tradición milenaria cuyos guías y maestros le orientan a transformarse en paso para que el paso le trasforme. Se trata de una renovación alternante entre soltar lo viejo adquiriendo lo nuevo en una suerte decisiva que alterna la muerte con la vida en un eterno morir y devenir.

Abrirse paso hacia el Ser implica que el caminante se des-prenda de sus viejos hábitos, para que, de ese modo, las viejas fachadas y pilares que sujetan la conciencia ordinaria del yo profano, una vez derribados, dejen paso a la persona abierta al Absoluto. El caminante sabe bien que el Camino (ese modo que la Vida adquiere al tomar forma humana) le exige la previa aceptación del sufrimiento y la finitud como puente hacia la liberación y expresión del infinito que late en su más profunda entraña, y desde ella quiere expresarse y transparentarse en el mundo. El Camino es la metamorfosis que le alza a la Otra Orilla, y supone un total viraje vital al servicio de la trascendencia, un compromiso con la Vida que sacrifica todo impedimento que obstaculice el sendero hacia ese pacto liberador consigo mismo. Muerte y Renacimiento.

El verdadero caminante sabe muy bien que ya desde sus primeros pasos la Vida le aboca a traspasar las barreras del pensamiento convencional, de la ilusoria conciencia ordinaria (tan lúcidamente bautizada por Marx, como falsa conciencia) dando un salto a otro nivel, hacia otra ruta diferente, hacia otro orden natural de la existencia.

La mayoría de las gentes, por lo común –y más inconsciente que conscientemente-, realiza trabajos que no ama. Un profundo malestar colectivo tan sólo atemperado por un gregarismo tribal que enmascara el sufrimiento real que late tras la insatisfacción severa de no responder a las demandas auténticas de la existencia sino dentro del plano más superficial de aquella. Cuanto más su desasosiego interior –señala Dürckheim– le lleve a escapar de sí y a perseguir su sentido en un ámbito organizacional establecido y socialmente admitido, (esa finitud indefinidamente prolongada) más dificultad encontrará en recuperar la Vía que le conduce a la madurez.  Pero la nostalgia del Ser será una constante aldabonazo que puede brotar inesperadamente provocando un revolucionario giro copernicano que dé sentido a su adaptable y sosegada vida insustancial. Me refiero a “algo” supranatural que en el fondo humano late e interpela, que inevitablemente nos acompaña, que nos atrae y trae hacia nosotros, que nos destruye y nos restaura.

¡Oh cauterio suave!

¡Oh regalada llaga!

¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado

que a vida eterna sabe y toda deuda paga!

Matando, muerte en vida has trocado.

Juan de la Cruz

¡¡¡FELIZ NUEVO CURSO EN IPAR HAIZEA!!! EMPEZAMOS LAS SESIONES DE MEDITACIÓN EL PRÓXIMO LUNES 11 DE SEPTIEMBRE

RAFAEL REDONDO

Nos encontramos caminando…

Nos encontramos caminando, hemos crecido juntos y nos hemos ayudado, reído, llorado, acompañado. Con nuestras luces y sombras nos seguimos juntado y gracias a esas luces y sombras, hemos comprobado que nos necesitamos para ser mujeres y hombres totales, hermanos universales. Nuestras luces y sombras, son como maestras para salvarnos con toda la humanidad y completar la creación del mundo.

Con nuestras luces y sombras, con nuestros aciertos y errores, nos amamos con todo  nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas.

La presencia de cada compañero, codo con codo, con nuestras luces y sombras, nos interpela para engrandecernos, porque, al final, esa presencia compañera es un regalo de la Fuente de la Vida, una enviada, una pregunta de amor, una oportunidad de caminar a Unidad.

La presencia de cada compañero, con sus luces y sus sobras, es por la que el Amor se expresa, invita, enriquece, y mide nuestra capacidad de querer.

La presencia de cada compañero, con sus luces y sus sobras, es nuestro plan de cada día, nuestro pan de cada día, nuestra hostia consagrada itinerante. Y lo es porque habita en tu medio, la tienes codo a codo, vive y con-ive en tu mismo equipo de trabajo, siendo presencia de carne y hueso, persona de cuerpo y alma que con su nombre y apellido ha venido a servirte de maestra para crecer en edad y madurez, la dimensión adulta que nos faculta para amar sobre toda condición.

SEGUIMOS, SEGUIREMOS CAMINANDO POR SENDAS DE UNIDAD.