Mesías de los Perdidos

 

Cuando vemos que nuestro tiempo en la tierra se extingue, por lo general nos apremia el afán de centrarnos en nosotros mismos: es lo más humano y natural, pues a los otros, a pesar del gran cariño que nos profesan, y por muy próximos y prójimos que fueren no les queda otra alternativa que abandonarnos a la intemperie de nuestra soledad. Es la condición humana. Si bien también es condición humana el que nos pongan, confiados, en las manos del mesías de los proscritos.
Pero Tú, culmen de la compasión humana, piensas en los seres que deben acompañarte al Paraíso. No le exigiste a Dimas que se arrepintiera, ni perdiste el tiempo en asegurarte de que fuera “trigo limpio”, que es la condición expresa de ciertos cardenales de la conferencia episcopal española, tan ajena al Evangelio.
En el Gólgota tu Amor Incondicional siguió indemne, tu corazón, aún en plena agonía, siguió fiel a su misión de dar vida, y donarla hasta el extremo.
Dimas, el maldito malhechor,- pero tan buen ladrón que supo a última hora robar el corazón de Cristo -captó en sus carnes agónicas el Amor que no juzga ni condena; y ese amor le transformó en un hombre nuevo y libre de la soledad de la ignorancia del pecado. Tampoco, Jesús, tú te viste solo. Ya ves , los proscritos una vez más aliviaron tu soledad , pues Dimas, quién lo diría, con todos los excluidos, fue en esos momentos la encarnación del Padre de los parias de la Tierra, y estos reforzaron al Mesías de los Perdidos la necesaria confianza para seguir manifestando a Dios y atravesar la angostura del paso que va de la muerte a la vida; la misma confianza que pocos minutos después le ayudó a reunir fuerzas para exclamar tu último suspiro esperanzado: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”!
Con esas palabras, entrañable Galileo, confiaste a tu padre a todos quienes en los momentos más duros caímos en el error de habernos sentido abandonados por Él.

Rafa Redondo

 

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