El Zen, la densa vacuidad

«Cuando examinamos todo lo que llamamos mente, sólo vemos un
conglomerado de elementos mentales, no un sí mismo. Sensaciones, memoria, percepción, están moviéndose a través de la mente como hojas en el viento. Es algo que podemos descubrir mediante la meditación».
Ajan Chan

 

Insistimos: quien intente conceptuar o definir con el Zen es que no lo
ha entendido. Esa es, sin, duda la razón de mi osado atrevimiento
para hablar sobre él. Vaya aquí mi autocrítica inicial. Pero, si no una
definición, si postularé un pequeño acercamiento.
Desde la década de los sesenta se vienen reduciendo las distancias con un Lejano Oriente cada vez menos lejano; éste resulta ya menos mítico y misterioso. Oriente es una realidad concreta, cada vez más necesaria de ser tenida en cuenta a la hora de aprender eso que aquí hemos olvidado y que podríamos llamar el «arte de vivir».
Sin embargo, tantos siglos de lejanía hacen todavía del Oriente un
extraño; pero, aunque extraño y lejano, ahora que ya ha montado su
tienda de campaña entre nosotros, podemos comprobar lo mucho que tiene que enseñarnos su sabiduría milenaria. «Es curioso —me decía un sacerdote católico— que antes fuéramos nosotros a hacer de misioneros con ellos y sean precisamente ellos los que ahora hagan de misioneros con nosotros». Así que intentar seguir ignorando a Oriente no sólo resulta a estas alturas grotesco, sino que supone cerrar los ojos a la realidad y privarnos una vez más de la ocasión de enriquecer nuestro horizonte personal, nuestra cultura obsesivamente racionalista. Esta influencia oriental —y estoy pensando fundamentalmente en el Japón—
se ha venido dando en diversos campos, no sólo en el económico. En un trabajo científico publicado en el «Boletín de Estudios Económicos de Deusto» ya intenté demostrar la innegable riqueza que dicha influencia ha ejercido en las dos últimas décadas en el campo de la Psicología industrial.
Ello me indujo a introducirme «dentro» del mundo interior del operario japonés, para ver qué pasaba por su cabeza, qué sentía ante su cultura, cómo vivenciaba sus rituales y, sobre todo, qué importancia ha tenido y tiene aún el Zen dentro de su inconsciente colectivo.
Lo afirmé más arriba, y lo reitero: uno de los más revolucionarios
aspectos del Zen es la propiedad que tiene de cambiar la conciencia, de cambiar la mente como quien da vuelta a un guante. Y eso preocupaba a una compañera mía de facultad, psicoanalista de formación, cuando yo me esforzaba en transmitirle mi experiencia:
—Pero eso —me espetó alarmada—, ¿no será una regresión a los
estadios psicóticos pre-lógicos?
—El místico zen, lo mismo que el psicótico —le dije, citando a Laing—,
nadan en el mismo océano, sólo que mientras el místico flota, el psicótico se hunde. Ya el mismo Freud —y quiero redundar en esa cita— intuyó que la sensación del ego del que ahora somos conscientes no es más que el simple vestigio de una sensación mucho más amplia, una sensación que abraza al universo entero y expresa la inexorable condición existente entre el ego y el mundo externo. Con ello el narcisismo queda superado.
Uno de los grandes maestros Zen de la época T’ang dice: «Un hombre que es dueño de sí mismo, donde quiera que se encuentre, se comporta con fidelidad a sí mismo. A este hombre yo llamo maestro de la vida».

Transcribo de nuevo la afirmación recogida anteriormente «Pienso, luego existo». Con esta emblemática afirmación, adquiere carta de ciudadanía la Filosofía occidental. Pero, ¿qué pasa cuando no pienso? Con esta interrogante, podemos aproximarnos al Zen, donde el percibir y sentir, en tanto que vivencia y experiencia, se hacen cuerpo y carne, y en ese cuerpo y carne-materia, se gesta la condición de posibilidad de vivir y vibrar en el aquí y ahora en una suerte de conciencia sensorial donde
el sufrimiento se halla rodeado por el gozo igual que la muerte por la
vida. Unificar ambos contrarios es el resultado de la madurez lograda
a lo largo del ejercicio meditativo, donde la luz y el gozo acaban
extinguiendo las tinieblas, Porque el sentido del vivir verdadero es gozo, gozo porque sí, gozo sin objeto. Ese es el mensaje profundo del Zen.
Mas ¿no será todo esto otra ilusión histórica, otra alienación religiosa más, o un engaño mágico provocado por el juguetón duende maligno que tanto alarmaba a Renato Descartes y, posteriormente tanto inquietó a Karl Marx?
Por eso es capital responder a las cuestiones de cómo el ser se expresa, en qué criterios podemos fiarnos, para no caer en el engaño de querer salir de una falsa conciencia entrando en otra aún más ilusoria. La respuesta brota en el resultado de una praxis: el ejercicio, la atención, el ejercicio, la atención, el ejercicio, la atención del ejercicio paciente del Za-Zen…
A algunos nos interesa vivir el Zen, que es la única manera de
comprenderlo. Me refiero al Zen sentado, esa modalidad —la más
emblemática— del Zen, cuya traducción es —como hemos dicho—
esperar sentados la Noticia. Des-identificarnos del yo-pensamiento o pensamiento-yo. Vaciarse del ego, para que la noticia fluya transparente.
Tal es la experiencia milenaria de la que aquí hablamos.
Vaciarse del ego, llenarse del Todo, que es la Vida. Viendo, además,
que cuando estas afirmaciones se disipan para ser más vividas que
entendidas, es cuando podemos afirmar que Eso es Zen: la experiencia del Ser. Aquí es donde opino que sería más válido el término experienciar que el de experimentar.
Abrirse a la experiencia del Ser es el cambio más decisivo que puede
darse en la existencia. Supone tanto un viraje crucial como el comienzo de una transformación. La persona que haya caído en la cuenta de lo que supone ser su verdadero ser comprenderá que toda la naturaleza, incluida la de su propia mente y de su propio cuerpo, se halla impregnada por el Ser que la envuelve. Eso es Zen.

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