Meditación para un verano

Circular veraniega

No se aparta la luz de quien no huye de las sombras…

(¡Cuánto se puede ver al no ver nada…!)

Ver fluir los instantes

como fluye el alba tras la noche.

Saber resistir el estallido de la umbría en plena luz

captando, y, si es posible, celebrando, la fluencia del Ser

en la entrelínea de las luces y las sombras.

Cuando el maestro interior toma las riendas de la existencia, se ve forzado el hombre a dejar toda posesión y posición logradas. Llegado a una determinada frontera, se plantea –y no sin sufrimiento- la disyuntiva de adaptarse al entorno o saltar al vacío. Este salto comprende a la vez la destrucción total y una nueva vida. Cuando el hombre tiene el valor de dar tal salto, desaparecen la disyuntiva y las fronteras. Todo es uno, Uno.

El primer contacto con la experiencia del Ser, no supone una transformación sin más. Para poder hablar realmente de transformación en otra dimensión, es preciso tener el valor de atender constantemente al sacrificio de la forma, morir y renovarse en cada instante. Ver, y seguidamente destruir lo caduco, para des-cubrir lo esencial que emerge renovado en cada momento.

La metanoia que aquí nos interesa – dice Dürckheim- pasa por la ruptura y destrucción de los viejos sistemas. Sin una aniquilación del antiguo estado del sujeto, sin la muerte del yo y sin abandonar las formas caducas, sin sacrificio en última instancia, no hay transformación del ser humano en su camino hacia su centro.

Dos fuerzas, luz y tinieblas, se mantienen en vilo en el escenario interior del ser humano, y es preciso vivirlas en su doble polaridad de opuestos, una lucha que termina en lo que la psicología analítica llama coincidentia oppossitorum. Se trata de NO DETENERNOS. Nuestro camino no tiene ni principio ni fin.

Surge un estadio de madurez en el que el caminante se centra, llega a su centro; su cuerpo incluso lo evidencia, pero aun en semejante centro, quien camina no se liberará de los empellones esporádicos de la angustia: es la consecuencia de vivir aún en el cuerpo, que es sensibilidad transparente, pero también aferrante y resistente. La experiencia de la luz, aun transformadora, y en virtud de dicha sensibilidad, está sujeta a ser percibida en una dialéctica de luces y contraluces, en cadenas de sombras y fulgores, un proceso de eterna maduración donde el caminante caerá un día en la cuenta que umbra y luminaria son un todo. Por esas razones el ser humano, y en la misma medida en que esté muy atento a semejantes fluctuaciones, sabrá bien discernir la diferencia existente entre lo que es un estadio del ser, de suyo inmutable, de lo que es una mera reacción sensible de naturaleza esporádica por la que, aunque efímera, el Ser se hace notar.

Pero, efectivamente, en la medida en que estamos instalados en la existencia, no somos pura conciencia –el cuerpo no lo resistiría- y nuestros sentidos (por los que penetra esta conciencia) cumplen con la misión de comprobar cómo la percepción de la dimensión numinosa, se extingue y renace, renace y se extingue. Y en ese movimiento ondular, en ese vaivén de sube y baja, llega un momento de madurez en el que semejante dimensión puede establecerse y consolidarse más allá de los vaivenes, ofreciendo al que camina el claro del bosque de su esencia indestructible ya enraizada. Es entonces cuando, percatado el caminante de su doble naturaleza, celeste y terrestre, se halla en inmejorables condiciones para arrostrar el sufrimiento inherente a una existencia sensible y peregrina a la Otra Orilla: que sepa sufrir – y no que ya no sufra- es la prueba de que ha alcanzado su centro… vencer el sufrimiento significa ser capaz de sufrir el dolor… tener el coraje de hacer un arriesgado don de sí mismo es lo que engendra la forma por la que el hombre, con plena conciencia, responsable y libre, mantiene el contacto con su Ser Esencial permaneciendo en su centro, no de modo pasajero sino constante.

Caminar sin punto de llegada,

porque el amor es siempre eso:

Los modos del Origen

tenazmente escondidos

en las espaldas de las cosas.

Algunas veces –escribe Juarroz- nos sentimos por fin asentados en la tierra. Ella parece entonces nuestra casa. Y por un momento olvidamos nuestros pintorescos atuendos de seres destinados al exilio.

Quizá por esas pocas horas de arraigo sabemos que las cosas podrían haber sido de otro modo: tener un lugar, habitar nuestra casa, aunque periódicamente nos expulsara el infinito.

Pero lo mismo en el arraigo o el exilio seguimos sin conocer nuestra función, quizá porque ignoramos la función de la tierra.

QUE TENGAS BUEN VERANO.

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