Auscultar el Gran Silencio guarecido entre los ruidos, el temblor del sendero que hollan tus pisadas; ese clamor de fondo como única posesión, mientras buscas los rastros del amor perdido, el claro de luna en plena noche, el agua en el desierto, la palabra esencial, su aliento antes de dejarse decir y pronunciar en el cerco de tus labios ungidos del Vacío que te tiene y te sostiene. Y así, caminante, desnudo de ti, persigues la aurora entreverada en el plomo de la noche. Hasta que un buen día constatas: alguien me pastorea.
Sí, hacerse uno mismo surco, grieta. Y permitir que ESO haga en tí su camino; aunque a veces tú también te agrietes. Para darle cabida y que te habite. Cabalgar sobre la grupa de la noche, dejarse conducir en la intemperie de su negrura omniabarcante… hasta des-cubrir que tu mismo te haces uno con el pastor de las estrellas que alumbran siempre a los excomulgados y perdidos.
las piedras siguen impactadas por el hechizo de tu Presencia.
Sí, aunque anochece…
R.R.
Tu mirada,
el Rostro del Espíritu
en todo rostro humano.
R.R.
La experiencia del Ser siempre va unida a la conciencia de una Fuerza que nos habita, una plenitud que, de forma inequívoca, alcanza nuestras células y que, por consiguiente, se siente y percibe en nuestro cuerpo como Fuente de Vida. Y ocurre, lo sé bien, incluso en los estados de mayor fragilidad. Ella, la maestra fragilidad, nos cura de toda suerte de la altivez.
No se trata de la fuerza que nace de la voluntad del yo, que provoca distancia y separación, no: la Fuerza a la que aquí me refiero nace de una dimensión inefable pero real que, lejos de separarnos del mundo, nos ata a él con un abrazo, teniendo su origen en la unidad universal de la Vida. Una Fuerza, que, paradójicamente, suele muchas veces aparecer, vuelvo a decirlo, en los instantes en que nos hallamos más desposeídos.