A mis amigos poetas Vicente Gallego, Eloy Sánchez Rosillo, José Rubio y Hugo Mujica. A la Sangha Ipar Haizea.
….Me refiero a la auténtica palabra poética que se da en el mismo extremo del lenguaje; palabra que no hablamos, verbo interior que nos acompaña cuando acallamos el verbo exterior. Hablo de la palabra silente, la que habla por nosotros dando paso al ser latente que se deja decir en nuestro lugar, el Verbo que nos antecede y constituye, porque callar no es dejar de hablar es dejar hablar al silencio que nos invita a callar. Y quitarnos de en medio.
Palabra –o, más bien, antepalabra- exenta aún de significación, aunque colmada de sentido. Palabra en la que lo suyo no es la significación sino la epifanía o manifestación que florece cuando deja el hablante su lugar para así abrirse a la escucha de lo sin-nombre, sin-forma y sin-lugar. Tal es el territorio del auténtico poeta cuyo hablar se funda en la luz, cual héroe del alba como lugar del pre-comienzo, donde el Ser se inaugura como instinto narrativo y se hace poema en cada forma que emerge de la noche y del silencio, espacio de gestación del gran poema de existir.
El poeta real, previamente vaciado de sí mismo, desbautiza las palabras de tal modo que, al proferirlas, ni ellas mismas se reconocen en ese su viaje desde la ausencia a la presencia, desde lo sin-nombre y sin forma hacia lo nombrado y formado. Todo el que se haya acercado -dice José Ángel Valente- , por vía de experiencia, a la palabra poética en su sustancial interioridad sabe que ha tenido que reproducir en él la fulgurante encarnación de la palabra. No ha oído ni leído. Ha sido nutrido. Se ha sentado a una mesa. Ha compartido, en rigor, un alimento. En efecto, la palabra se come. La logofagia está muy presente en la expresión de la experiencia mística.
La vivencia mística, al igual que la poética coindicen en la palabra primigenia que acontece en la luz y lucidez que vive el ser humano despierto, como sucede al saxofonista de jazz que (me refiero tanto Sony Rolling como Charly Parker, buscadores del “acorde perdido”), en su experiencia límite, él mismo se hace música. Así lo vi en este soneto que contigo comparto:
ESO
No me engaño, lo escucho claramente:
el dictado es exacto. Me conmueve
su lenguaje sin voz, silente nieve
que atempera el incendio de mi mente.
La deja en su honda paz y, quedamente,
contemplo el quieto Fondo que hoy me mueve
a alzarme a mis adentros, donde llueve
rocío de alba y lágrima silente.
¡Cuán claro es tu dictado en tu presencia
sin verbo, sin acento, sin fonema,
sonando en sinfonía con la nada!
¡Qué clara es, Dios, tu presencia en tu ausencia,
que hoy se ensancha en mi pecho hecha poema,
recordándome el don de no ser nada!