Despertar

Despertar
De un modo u otro, a todos nos ha sido dado vivir momentos especiales
en los que el Ser que late en la profundidad se ha sentido especialmente
dichoso. Vivencias que salen del marco de lo ordinario y que, no
obstante, uno se da perfectamente cuenta de que siempre estuvieron «ahí»,
en nuestro interior y en el interior de todas las cosas. La desgracia radica
en que esas vivencias, lejos de tomarlas en serio, las subestimamos como
si fueran una trivialidad. Nuestra formación, exclusivamente racional,
condiciona nuestra falta de coraje para atrevernos a saltar el orden
establecido por la conciencia unidimensional del llamado Pensamiento
Único, con el fin de que «lo otro» pueda al fin manifestarse. Pues no
deja de ser un gran infortunio que reprimamos no sólo la sexualidad, la
agresividad, y todo eso que, siguiendo a Freud, conforma el inconsciente
sumergido, sino, sobre todo, que reprimamos la emergencia del Ser que
clama por abrirse paso: el inconsciente emergente.
El Zen, y la Noticia que él conlleva: El Ser, nos brinda esa voz secreta
que clama en los instantes numinosos; propicia esos momentos en los que,
extinguido el yo, también la dualidad queda extinguida y, liberados de
la tensión sujeto-objeto, puede así aflorar el gran abrazo de la Unidad.
Porque la experiencia del Ser envuelve al ser humano en un abrazo cuando
éste ha asumido el riesgo de vivir afianzado en la promesa de que tras su
nostalgia se esconde la plenitud del Vacío, origen de toda forma.
Hacemos Zen, para despertarnos. Y para transformarnos. Así se entiende
el creciente interés por la meditación como transformación personal. La
significación vital que ha adquirido, por ejemplo, el estudio del Zen en
Occidente, arranca de la crisis espiritual de nuestra cultura. No obstante,
la mayoría de los occidentales no tenemos conciencia de nuestro propio
malestar, o de la melancolía, descrita como «mal du siecle» (la muerte
de la vida, la automatización, su enajenación bajo el pensamiento
estereotipado por los medios de comunicación). Llevados por la Diosa
Razón de la tecnología, hemos separado cada vez más el pensamiento y
el afecto; el yo se ha identificado con el entendimiento, y su herramienta,
la razón, debe controlar la naturaleza y la producción de innumerables
cosas. Ese es —dicen— el fin de la vida. En este proceso, el ser humano,
subordinado a la propiedad de las cosas, él mismo se ha enajenado o
alienado al convertirse también en una cosa. El ser, ocluido por el tener,
ha llevado al ser humano a un grado de represión afectiva de tal calibre
que ha sido enajenado no sólo de su propio entorno, sino de su propio
cuerpo. La práctica del Zen aviva esa conciencia.
Desde ahí, como más arriba afirmé, puede comprenderse el afán de
tantas personas, cada vez más numerosas, por adopatar un cambio de
viraje que le faculte para encontrar dentro de sí el sentido de una vida
que jamás hallaron fuera. Tal es el sentido del Zen, y tal es el sentido de
la Plenitud de su Vacío.

R.R.

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