Otoño es el espacio del silencio. Espacio de encuentro con el magisterio interior, lugar para descansar en el Testigo del Ser. Y recobrarse. Y crecer en las raíces mientras la copa se desnuda. Y amar. Y, en forma de Ausencia, poder albergar la invisible Presencia. Otoño es un hogar propicio para acallar el vocerío y restarle decibelios a la actual locura de los medios que ni median ni remedian; y todo ello para que la Voz de toda voz sea audible y quede su eco. Otoño puede ser tu lugar de revelación de un mundo colosal que demanda ser atendido en tus adentros. La explosión de lo latente, oculto, entreverado…donde tú eres más tú, lugar de hacer el amor que nos da a luz. Creo que fue nuestra amiga, la poeta Alicia, quien un día me dijo una obviedad sagrada: “El que mora en el Silencio es insumiso a lo establecido…”. No se deja atar a ninguna tradición, porque es fiel a lo Real que en él palpita.
Otoño, claridad de las calladas horas; primavera interior. Bienvenido seas tú, mi caro otoño, tiempo extraño al tiempo; el que nos lleva a la interior morada de la creación, mientras todo exterior suena a demolición. Todo en otoño es volver a la raíz, al secreto resuello de la hoguera encendida en los adentros…
Ahora es otoño. Todo vegetal, arbusto o árbol, ahora se entierra, se introvierte en el silencio de su inaudible latido. Y el ser humano también se vuelve otoño, testigo de su propia muerte y de su nueva vida. Tal es la lección de la savia sagrada que fertiliza el corazón de las estaciones. La vida, se repliega en la madre tierra, aguarda en silenciosa espera el brotar perenne de encendida luz y primavera.
Ahora es otoño; nos toca serlo, y ser otoño, en las circunstancias que vivimos, no es asunto de mera climatología. Ahora, la vida, tan hospitalaria y receptiva, se congrega y nos congrega en el fondo de su Fondo. Una estación austera y desprendida como el amarillear de las copas de los chopos, que se desnudan progresivamente de sus hojas. Hora de transformación de la raíz hasta la copa.
Ahora es otoño. La vida ha quedado enterrada, sin el mínimo sudario que cubra su desnudez. Pero su gran fuerza, alojada en las entrañas de la embarrada tierra, latente e incendiaria, alimenta la semilla que hará reventar la propia muerte, y la falsa conciencia que a modo de fortaleza hemos forjado. Horas de derribo y de limpieza.
Ahora es otoño. Hora de saber des-prenderse como las hojas y des-aferrarse de los miedos con que los poderosos, apelando a tu inexistente seguridad, te acosan, y amedrentan. Ante ellos solo cabe la silenciosa respuesta de quien, aupado en la fuerza de su fragilidad, mantiene el cuidado de aprender a soltarse del miedo y la amenaza incapaces de derribar tu interior castillo.
Urge saber vivir desposeído, y de esa forma poder afrontar las amenazas de los insaciables fabricantes de mortajas. Urge saber caer. Y saber volar sobre los lomos de los escorpiones. Como las desprendidas y confiadas hojas. Tal es nuestra fuerza.
Ahora es otoño. Época de aprender la sagrada danza de la reseca hojarasca, de saber besar el suelo sin humillarse, de aprender a bailar sobre nuestras propias raíces, tan ajenas al volátil Dios Mercado. Será preciso saber vivir sin nada, o buscar un rehabilitador que nos adiestre a no endeudarnos con los verdugos que todo lo calculan y cuentan, aunque también ellos tengan sus días contados.
Y conviene aprender a caer y levantarse sin dolor, a desprenderse del anzuelo que desde siglos nos sujeta al sinsentido de la patología de la normalidad. Una transformación de dentro afuera, no al revés. Un cambio de casa, no solo de muebles. Un nuevo modo de sentirse especie humana.
Casi nadie sabe en qué consiste eso de saber caer, pero hoy nos toca aprender los movimientos de bajada. Y el desprendimiento mete miedo. Mas el pánico es rentable para la eterna minoría, el miedo paraliza al frágil yo, pero las hojas, confiadas, nos enseñan a descolgarse de su temporal cobijo. Saben de una Unidad no globalizada, comprenden que existe otra conciencia, otro modo de vida, otro modo de ser acorde con las raíces el Ser.
Pero en las raíces del invierno late, escondida, la eterna primavera, y el corazón humano se asoma a esa ventana: …En medio del odio, descubrí -escribió, Albert Camus- que había, dentro de mí, un amor invencible. En medio de lágrimas, descubrí que había, dentro de mí, una sonrisa invencible. En medio del caos, descubrí que había, dentro de mí, una calma invencible. Me di cuenta, a pesar de todo eso… En medio del invierno, descubrí que había, dentro de mí, un verano invencible. Y eso me hace feliz. Porque esto dice que no importa lo duro que el mundo empuja contra mí; dentro de mí hay algo más fuerte, algo mejor, empujando de vuelta.
Esa fuerza espiritual, savia escondida que al hacerse cuerpo y sangre, en occidente se la ha bautizado con distintos y siempre provisionales nombres: viento, aire, soplo, espíritu santo, pneuma, ruhá, spíritus…
Fuente de Vida más allá del tiempo, más allá de géneros y generaciones; Fuente que en cada instante se derrama sobre TODA carne y se siente como cuerpo, Fuente que no se aviene a racionales argumentos, los reventaría. Ni cabe en concepciones psicológicas de escuela o corriente alguna, por más profundas y transpersonales que se apelliden. Manantial «que a vida eterna sabe», tan fácil de saborear como difícil de explicar, a cuyo brocal solo asoman los sencillos…
Esa Fuerza que nos hace nuevos y re-nueva. E invita a ser vivida, paladeada, experimentada, amada, y, no lo olvidemos, regalada. Regalémosla, pues, que ahora su necesidad es apremiante.