Escribo en otoño. A mis setenta y cinco años vivo esta estación como el atardecer de mi atardecer; también, y sobre todo, de un sentido renacer.
Otoño, primavera interior. Bienvenido seas tú, mi caro otoño, tiempo extraño al tiempo; el que nos lleva a la interior morada de la creación, mientras todo exterior suena a demolición. Todo en otoño es volver a la raíz, al secreto resuello de la hoguera encendida en los adentros…
Ahora es otoño. Todo vegetal, arbusto o árbol, ahora se entierra, se introvierte en el silencio de su inaudible latido. Y el ser humano también se vuelve otoño, testigo de su propia muerte y de su nueva vida. Tal es la lección de la savia sagrada que fertiliza el corazón de las estaciones. La vida, se repliega en la madre tierra, aguarda en silenciosa espera el brotar perenne de encendida luz y primavera.
Ahora es otoño; nos toca serlo, y ser otoño, en las circunstancias que vivimos, no es asunto de mera climatología. Ahora, la vida, tan hospitalaria y receptiva, se congrega y nos congrega en el fondo de su Fondo. Una estación austera y desprendida como el amarillear de las copas de los chopos, que se desnudan progresivamente de sus hojas. Hora de transformación de la raíz hasta la copa.
Ahora es otoño. La vida ha quedado enterrada, sin el mínimo sudario que cubra su desnudez. Pero su gran fuerza, alojada en las entrañas de la embarrada tierra, latente e incendiaria, alimenta la semilla que hará reventar la propia muerte, y la falsa conciencia que a modo de fortaleza hemos forjado. Horas de derribo y de limpieza.
Ahora es otoño. Hora de saber des-prenderse como las hojas y des-aferrarse de los miedos con que los poderosos, apelando a tu inexistente seguridad, te acosan, y amedrentan. Ante ellos solo cabe la silenciosa respuesta de quien, aupado en la fuerza de su fragilidad, mantiene el cuidado de aprender a soltarse del miedo y la amenaza incapaces de derribar tu interior castillo.
Urge saber vivir desposeído, y de esa forma poder afrontar las amenazas de los insaciables fabricantes de mortajas. Urges saber caer. Y saber volar sobre los lomos de los escorpiones. Como las desprendidas y confiadas hojas. Tal es nuestra fuerza.
Ahora es otoño. Época de aprender la sagrada danza de la reseca hojarasca, de saber besar el suelo sin humillarse, de aprender a bailar sobre nuestras propias raíces, tan ajenas al volátil Dios Mercado. Será preciso saber vivir sin nada, o buscar un rehabilitador que nos adiestre a no endeudarnos con los verdugos que todo lo calculan y cuentan, aunque también ellos tengan sus días contados.
Y conviene aprender a caer y levantarse sin dolor, a desprenderse del anzuelo que desde siglos nos sujeta al sinsentido de la patología de la normalidad. Una transformación de dentro afuera, no al revés. Un cambio de casa, no solo de muebles. Un nuevo modo de sentirse especie humana.
Casi nadie sabe en qué consiste eso de saber caer, pero hoy nos toca aprender los movimientos de bajada. Y nos da miedo.
Mas el pánico es rentable para la eterna minoría, el miedo paraliza al frágil yo, pero las hojas, confiadas, nos enseñan a desprenderse de su temporal cobijo. Saben de una Unidad no globalizada, comprenden que existe otra conciencia, otro modo de vida, otro modo de ser acorde con las raíces el Ser.
Las hojas, sabiendo morir, son maestras de la vida; saben mucho: nos enseñan a olvidar el árbol que les dio seguridad, enseñan confianza y valor más allá de la vida y de la muerte. Nos invitan a ser sin poseer. Y algo fundamental: ellas son el símbolo y germen de una nueva conciencia, primavera que anuncia el derrumbe de un viejo torreón pensado inamovible. Es la voz de la vida, de la Vida que habla en la realidad que ves, en la naturaleza desprendida…
VOCES DE OTOÑO
Bailan las hojas al viento del camino…
suena el silencio del roble, al aire quieto.
Voz en lluvia de otoño sobre el seto.
Temblor de la quietud. Octubre ido.
El castaño silvestre, ese silbido
sobre cañas de saúco… escucho tu eco
-desde el llanto del sauce al cauce seco-
empapado de viento y de vacío.
Cae la tarde, el cielo exuda hojas,
exuda frío. Y luz. Arde el poniente.
Y en mí ardes tú, claror del Universo.
Hiervo de frío, Dios, mientras despojas
de pétalos mi huerto; Dios presente,
latiendo en los latidos de este verso.
Derrumbarse, morir es el preámbulo de una nueva conciencia. Ya el nacer es un dolor, cantaba la voz, hecha grito, de Raimon, en aquel año de gracia de 1968. Pero un dolor que se celebra, porque inicia una partida. Marca la Vida, siendo Presencia hacia el sentido de existir. Partir –que proviene de parto- es un alejamiento del útero materno, un viaje-viraje del placer de la placenta hacia la madurez que busca renacer en cada instante, que inaugura el manifestarse en la conciencia-carne-materia, donde el alma se fragua en forma y gesto. Alcanzar a ser el propio gesto –dejarse gestar-ser la propia gestación, sin imitar a ningún ser ajeno a mí, por muy sagrada y ejemplar que haya sido su huella.
Buscamos nacer desde la Ausencia; renacer en la creación de un poema, florecer desde la obra de arte que, como artista, de la Vida, peregrina hacia el lienzo vacío y su blancura; hacia la vacuidad sin lienzo.
Decía (Karl Graf. Dürckheim: “….Es así como puede comprenderse el secreto de algunos ancianos, que en un sentido superior se mantienen jóvenes. Conservan su juventud porque cuando les llega la hora están dispuestos, sin crispación, a soltar y dejar lo que hasta entonces les ligaba a la existencia terrenal. Sin estar apegados ya a nada, se hacen transparentes a esta experiencia interior de la Gran Vida que así nos habla. Más allá del tiempo presente gozan ya del futuro, y las fuerzas de promesa les animan. La mirada elegíaca vuelta al pasado, la actitud sentimental del “te acuerdas de…” desaparecen, y con ello el secreto temblor ante la muerte ya cercana. Por el contrario, en sus ojos brilla una misteriosa luz que es la juventud de los eternos comienzos y que manifiesta el principio divino que, indiferente tanto al pasado como al futuro, regenera la vida constantemente…”
Caminar desde el útero al no-ser, de la Ausencia a la Presencia que se acontece y revela en cada instante. Más allá del ser niño y ser anciano; más allá del más allá. Caer en la cuenta de esa coincidencia de los opuestos, y, sobre todo, vivirla, es despertar más allá de la vida y de la muerte, el auténtico satori .
Rafael Redondo