La atención plena parte del presupuesto de mantener constantemente la observación y la exploración, así como no perderse en los pensamientos y sentimientos que constantemente pasan por nuestra cabeza. Pero la “Atención plena” es una forma de terapia que, presentada como novedad, sus raíces, sin embargo, se remontan a la noche de los tiempos. La verdadera meditación, la que cura y acaricia, en sus diversas escuelas y formas, implica atención, vigilancia plena. Presencia. Profundidad espiritual. Amor y compasión.
Atención sin esfuerzo carente de la más mínima búsqueda de provecho alguno, es decir, la vigilancia sin más, la atención desnuda, la contemplación sin objeto, la mirada sin propósito alguno en ese estar alerta. Es preciso, decía Klein (1988), ser como los animales salvajes, que están perfectamente alerta sin referencia a ninguna imagen de sí mismos, ni a un pasado o futuro. El cuerpo natural está tan despierto como una pantera.
Estar alerta no es un hacer sino un recibir. Ese es el estado natural del cerebro. Y esa serena aceptación acabará, mediante el ejercicio cotidiano, de dar la bienvenida a una nueva dimensión. Esa es la promesa de la meditación… ahí radica el temple saludable de la atención plena.
La gente, por lo común, vive –más bien des-vive- adormilada dentro de sus patrias y sus credos. Y, lo que es peor, muere sin haber nacido.
Nacer es más, bastante más, que el hecho fisiológico de salir de la placenta materna. El fin de la vida es nacer plenamente en cada instante; ampliar la luz de la conciencia que en germen nos fue dada. Morir es detener el proceso dinámico de nacer, vivir aletargado. Psicológicamente hay mucha gente que vive muerta, habiendo dado la espalda a la expansión que demanda su naturaleza real, apergaminada en el seno materno de sus propias fronteras, o en la locura de los narcisismos colectivos que nutren los delirios familiares, raciales, patrióticos u otros, como el Dinero, la Religión o el Estado; epidemias mentales que son los que la gente cuerda o normal considera como la realidad, la vida que nos ha tocado vivir, lo que todo el mundo hace, y otras ficciones que les permiten permanecer en el letargo que bien podríamos llamar la patología de la normalidad.
Vivimos repatriados en formales deformaciones. Y por ello sufrimos. La forma más común y errónea de superar semejante pandemia, consiste en alimentar el fuego narcisista de creerme partícipe de una nación diferente, de un Estado poderoso, de una cultura dominante y otras borracheras que disimulan nuestro sentimiento de aislamiento en un culto ególatra sustentado en una realidad construida para compensar la insoportable soledad de quien dormita en sus propias fronteras de artificio.
Creo que la futura liberación del ser humano se iniciará en la superación de los narcisismos personales y colectivos, en la medida en que rompa esas falsas fronteras. En la medida en que nazca y renazca a la compasión que anida en la más profunda conciencia de su ser, el ser del universo sin fronteras.
El origen, fue su primer llamado,
gratuidad oferente,
necesita de la entrega para entregarse,
de la escucha para decirse,
del habla para revelarse:
nuestra escucha fue su primer llamado,
nuestra respuesta al primer don.
Hugo Mujica
Oigo sonar el cuenco tibetano. El silencio es rasgado, vaciado, desapropiado de su nombre. Cuando algo suena, su sonido revela mi escuchar; una atención que me relaciona como el espectador y el cuadro de Velázquez.
¿Pero, en verdad, soy sólo yo a quien atañe ese tañido?
En la escucha del cuenco vivo una relación con su tañido, una dualidad entre la observación y lo observado. Mas ocurre un prodigio: cuando el gong extingue su sonar y en mi escucha se apaga lo escuchado, brota la dicha del verdadero sonido: el milenario tañer del cuenco, su morir, resuena ahora en su verdad de música callada. Ahora, desvanecido el eco, sucede la honda y desnuda sinfonía. Es hora de alegría, sin yo y sin objeto. Ya no hay nada que escuchar, ni cuenco que produzca el gran sonido: los modos de escuchar, las ubicaciones del oído, las formas de atención, todo ello, se ha unificado y fusionado en un encuentro. Es la experiencia estética, sin música, sin escuchador, sin cuenco y sin sonido. La escucha pura, la pura atención.
El sonido de la campana no lo oigo yo, es oído.
Observar los adentros y descubrir un manantial que mana vida. Hallar sentido en lo aparentemente absurdo, y proclamarlo ante quienes por no saber usar las olvidadas alas repudian alzar la vista al cielo. Esplendorosa cumbre sin costuras, lugar sin lugar, donde brota la compasiva fuerza que nos impele a amar y ser amados.
Espacio sin anchura, donde al hombre, minuto a minuto (aun sin reloj, sin minutero), desde la noche de los tiempos le ha sido dado percibir más allá del cerebro, mediante el ojo que rebasa los sentidos. Tiempo sin tiempo, espacio abierto a lo que escapa a la fragmentación del método científico: la inocente visión de la percepción clara, total, que no es asunto de emociones. Porque al ser humano le ha sido dada la facultad de comulgar con la altura y la profundidad de lo inmenso, allá donde cima y abismo se unifican. Percibir y sentir allende el perceptor, allende el cuerpo. Para morir despierto, porque vivir distraído es suicidarse. El infierno es una enorme discoteca.
Despertar es ver “lo que es” y trascenderlo. Un derecho de nacimiento. Mirar adentro, con ojos recién nacidos, fuera de la colonización mental del sentido común, alerta como un bebé, con la conciencia abocada a lo real, que no es realismo.
Todo ser humano alberga un “sexto sentido” allá en su más profunda vena, que brota en la quietud de los sentidos, cuando el tiempo cesa de ser una atadura y deja de ser tiempo. Surge entonces la mutación que va más allá del simple cambio: la paradójica libertad de quien, transformado su corazón, no le queda otra opción que clamar gratitud por ser y sentirse libre. Entonces, ese corazón y esa mente podrán saber, quizá por vez primera y para siempre, qué es lo indecible, qué es lo sagrado, qué es escuchar la vida que no cabe en quien la vive: escuchar es pertenecer a lo que al decirlo se oye, a lo que al decirlo nos nombra.
Tenemos que mirar y escuchar, con la expectación con que mira y escucha un niño. Siempre he admirado el mensaje de los bebés; experimento una especie asombro, creciente asombro, cuando contemplo su contemplar, su irreverente fisgar, su insolente olisqueo, su espontáneo desdén por todo cumplimiento y el descaro con que toman nota de todo lo que desfila frente a sus recién inaugurados ojos.
No nacimos hablando sino escuchando. Es un instinto. Con el tiempo, se nos brindó lenguaje y con él las fronteras que limitaron lo ilimitado; un poderoso filtro por el que la conciencia, y no sin lágrimas, se adapta a eso que tan alegremente llamamos la realidad.
El niño explora, es un oteador. Vive –y le vive- la sensación pura de existir, germen del silencioso viento que perfora la gramática de todas las lenguas y lenguajes. Una realidad sin forma, inmanifiesta e independiente de la condición humana, más allá de las posibilidades que abarcan los sentidos e interpreta el pensamiento. La verdadera patria habita fuera de esos muros y fronteras. La escucha lo atestigua.
Al niño le inventan el hogar de un lenguaje; le adscriben a una determinada lógica (griega, aristotélica, en nuestro caso). Le repatrian de su origen. Brama así el trueno -y el llanto- hecho lenguaje, pero pierde el fulgor del relámpago fundacional que le iluminó. Sólo desde la nostalgia del Origen despuntará la melancolía adolescente y su rebelde resistencia a ingresar en la caverna de la normalidad. Añora el alba.
El niño que somos, en el milagroso cimbreo de su respiración, manifiesta lo poco que sabemos de nosotros: la necesidad de epifanía que late en el acontecimiento del lenguaje, el milagro del aliento que le precede, en la confianza que borda todo respirar.
Un prodigio que exige el ser manifestado, y que el mejor poema es incapaz de traducir. Contemplar el silencio del bebé y despertar al sagrado soplo que alienta en el aliento del Ser.
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