Zen, implacable honestidad

Podrás paladear bellos atardeceres, sentir en tu rostro el lloviznar de inmensas cataratas o exóticos paisajes; te instalaras, si tienes medios, en deslumbrantes casas de campo, o bosques insólitos; o te organizarás en comunidades y comunas para practicar las más elevadas experiencias, como puedes también dejarte  cegar por las fascinantes vidrieras de las deslumbrantes catedrales  de la vieja Europa, como Chartres, Fiburgo y Viena, pero esas vivencias no alcanzarán ni por asomo el estremecimiento que ESO puede provocar al presentarse en tu conciencia.

ESO rebasa y rebosa cualquier emoción humana, de suyo evanescente. El fulgor que a ESO acompaña no es un estado, de suyo evanescente sino un estadio permanente.

ESO eres tú, tu mismidad profunda e inabarcable; tú, lo Otro de ti calando allá en tu más profunda vena. ESO que se deja tocar cuando no lo persigues. Vida y presente en tus adentros y omnipresente en las afueras.

ESO, cáptalo en el silencio haciéndote Silencio. Conocer ESO que llamamos Dios o Ser, o Theos  no es tema de viajar ni de  pico-Theo; ni es cosa de saber-lo, sino de humildemente  ser-lo.

La práctica meditativa, en nuestro caso el Zen es exigente, y puede serlo hasta la extenuación (morir al ego es un asunto serio, no es cosa de aficionados). Exhorta a la dedicación plena. Y ESO, claro, causa escándalo a quienes confunden “lo que es”  (lenguaje del  vivo), con “lo que hay” (lenguaje del muerto resignado).

Zen, honestidad total aquí (en todo -¡en todo!- “aquí”), en cada ahora de las horas. Tu  Zendo eres tú mismo, tú eres tu laboratorio. No te alejes de ti que es la muerte.

La honestidad del Zen es radical; así se entiende que los antiguos maestros asiáticos recibieran con cubos de agua  los aspirantes  a discípulos que querían “saber”, Pero abrazaban y entregaban con ternura a quienes asimismo se entregaban sin reservas  a la práctica transformadora: “Nunca te entregues ni te apartes junto al camino, nunca digas  no puedo más y aquí me quedo» clamaba el lúcido poeta José A. Goytisolo. ESO exige dedicación “exclusiva”, honestidad total;  no es apto para medianías.

Y te digo más: si ESO que nace mil veces en  los más bellos parajes, no nace en tu corazón, perdóname, pero eres el más  desdichado de los seres humanos. No estoy hablando de un simple  cambio de valores, como ahora se dice, sino de un cambio radical  de todo el sentido de la existencia, cuerpo y conciencia orientados hacia la “lógica del amor”, porque la auténtica atención plena deviene en meditación cuando el meditador él mismo se hace hueco, dejando un lugar a eso que llamamos Dios. Al florecer la compasión emerge el gran momento en que se debilita el personaje egoico, se diluye la sombra del temor. Y todo se hace abrazo. Es frecuente que luz y sombra despunten a la vez. La iluminación no surge si el meditador se resiste al sacrificio de la auto-trasformación, o se niega a abandonar por siempre su narcisismo residual para ofrecerse, confiado, al riesgo de des-aparecer. El Zen es exigente en esa dádiva, umbral de toda luz. Por eso los maestros saben bien de tantas y  tantas deserciones.

El advenimiento de la liberación no se refiere a una suerte de armonía arcangélica propia de incorpóreos querubines, porque la luz que prende en el candil humano se arraiga hasta el fondo de su materia carnal, alterando mente y cuerpo. La luz es un destello liberador, aunque su fuego sea mortal y destructivo. La muerte de la que estoy hablando es la extinción de lo viejo conocido (expirar espirando), aunque también el brocal de la inmortalidad (inspirar renaciendo). De ahí que ESO sea temido y e inconscientemente evitado por quienes buscan el fulgor de las estrellas de la noche queriendo evitar la noche.

El Zen, en su pura honestidad vacía, exige soltarse de la memoria, desprenderse de la propia historia, atravesar la falacia del falaz pensamiento global mercantil, que, instalado en la mentira pretende el fraude de identificar lo que es con lo que hay. La práctica del Zen, que es asunto de perseverantes lúcidos,  requiere a su vez un gran valor, porque supone constante muerte al pasado, un cambio radical de mirar y ver qué es eso que llamamos vida. Esta puede discurrir dichosa y agradable, pero no siempre, ya que el claro ver que se da en cada aquí y en cada ahora, supone un peligro para las relaciones humanas del establo establecido, en la falsa conciencia neoliberal, en su desgarradora práctica capitalista, en la falta de entrañas del Dios Mercado.

En la autenticidad que emerge de la amorosa atención plena verdadera, es impensable servir a dos señores, porque mientras lo hagamos seguirá continuando el sufrimiento. Y nuestro cuerpo lo avisa y lo delata. De ahí el carácter demoledor de la verdadera comprensión, de la auténtica atención transformadora que fluye hacia el Amor y la Unidad.

La práctica del Zen, si es verdadera, aboca a la destrucción de la seguridad adquirida en el llamado sentido común. Por eso es revolucionaria; ahí radica la belleza encerrada en el potencial de cambio del silencioso Za-Zen, ya que -e insisto machaconamente en ello-  la atención plena, si verdaderamente persigue la liberación, exige muerte plena, destrucción plena, transformación plena. La meditación verdadera, si de verdad se ejerce y vive, resulta ser un peligro para quien, atrincherado en su nivel social, lleva una vida adaptada a lo que hay, dando la espalda a lo que es. Hay personas capaces de dar la vuelta al mundo buscando ser lo que siempre han sido y son, pero  incapaces de girar a sus adentros, por muy asiduos a eventos místicos que van desde Europa hasta los Himalayas.

NOTA FINAL:

A través de esta comunicación, he querido dirigirme a los que verdadera y humildemente han emprendido la gran aventura de dejar su yo en la cuneta, para, aligerados de ese equipaje, caminar libres de toda inautenticidad, ya que sólo alcanza el propio centro quien sabe descentrarse del establo establecido, y no le perturba que le llamen descentrado.

Ánimo en el Camino, que no estamos solos.

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