LA MIRADA DE ASOMBRO, por Roberto Folgueira

Querido Rafa (y todos aquellos compañeros/as que leáis esto),

El otro día asistí por primera vez al Zazenkai (todo es nuevo para mí en Iparhaizea) y fue una maravillosa experiencia compartir una mañana de meditación y silencio con tantos compañeros y compañeras. Al final de la sesión dejaste un espacio abierto para preguntas y dudas acerca de la práctica del zen. Yo no hice ninguna pregunta a pesar de que las dudas que tengo sobre la propia práctica en sí son muchas, pero ahora no me preocupa demasiado si mis dedos están bien colocados, si la respiración es adecuada, si la espalda está perfectamente recta, si soy capaz de o no de observar mis pensamientos sin ser arrastrados por ellos. Dejo eso a la ortodoxia, que seguro que tiene justificadas razones para valorar cómo debe uno practicar zazen. Para mí el simple acto de sentarme en silencio sin hacer nada ni esperar nada es ya algo extraordinario. En un mundo donde hemos glorificado la acción por encima de todo, sentarse a hacer nada, sólo a observar, me parece casi un acto de rebeldía social.

Lo que a mí me sugirió tu espacio para preguntar no fue nada relacionado con la práctica del zazen. Mi pregunta era anterior: ¿por qué practicar zen? La respuesta a esa pregunta, que me había acompañado toda la mañana de zazenkai, la había encontrado la tarde anterior. Esa tarde, estando en una librería, volvió a caer en mis manos un libro que ya había ojeado. En esta ocasión me detuve otra vez en su comienzo que tanto me llamó la atención la primera vez que lo leí. Hay comienzos de libros verdaderamente maravillosos. Me viene a la memoria las primeras líneas de «Historia de dos ciudades», de Dickens:

“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto…”

Uno de esos comienzos que tienen un ritmo, un sabor, un significado… que marcarán todos los capítulos posteriores. Pero, un comienzo extraordinario en un libro de filosofía escrito por un griego hacía casi 2400 años atrás parece extraño. Abro en mis manos la Metafísica de Aristóteles y vuelo a leer la primera línea: “Todos los hombres por naturaleza desean saber”. La leo y me parece que esa frase encierra tantas cosas… Y más en un libro que habla de meta-física, lo que está más allá de lo que nuestro pensamiento y nuestros sentidos pueden aprehender (luego presupone que podemos llegar a conocer lo que está más allá de lo que decimos que somos). Y sigo leyendo hasta que Aristóteles explica cómo surge la filosofía, cómo el principio de ésta es la admiración ante lo que vemos y no podemos explicar, algo que también dijo Platón. Y resulta que admirar, ad-mirar, mirar hacia, viene del verbo latino mirari, que significa asombrarse ante algo, mirar con asombro, y de él derivan palabras como mirabilia o miraculum: maravilla, milagro… Así que, la filosofía surge cuando miramos el amanecer, la lluvia, el mar, las estrellas… cuando miramos ahí fuera (o ahí dentro) y entonces percibimos la maravilla, el milagro de lo que ocurre, y la mirada se convierte en asombro. Y leo este texto de Aristóteles y recuerdo aquel haiku de un maestro japonés: «¡Qué maravilla! ¡Puedo cortar leña y sacar agua del pozo!» Y pienso, qué extraordinaria sabiduría poder ver el milagro, la maravilla, en el acto tan simple de cortar leña y sacar agua del pozo. ¿Cómo hemos perdido nuestra capacidad de asombro? ¿En qué momento de nuestra niñez o de nuestra vida nuestros ojos perdieron la virginidad?

Así que, sonriendo, me doy cuenta de que Aristóteles es un maestro zen. O el zen es filosofía griega, o el origen de la filosofía y del zen es el mismo (qué más da): el asombro ante el milagro de lo que es.  Así que la mañana de un sábado cualquiera me levanto y acudo por primera vez a una sesión de zazenkai sabiendo que iré allí simplemente a sentarme porque yo, como todo hombre, por naturaleza deseo saber, deseo recuperar la mirada de asombro.

Y entonces tomo conciencia de que levantándome una mañana de un sábado cualquiera y sentándome con otros compañeros y compañeras en busca de respuestas soy parte de una antigua cadena formada por otros hombres y mujeres que vieron o percibieron el milagro y la maravilla ahí fuera y quisieron saber. Y esa idea me reconforta.

La verdad es que no busco la iluminación, ni el nirvana, ni la verdad absoluta… ni quiero ser un monje, ni un santo, ni un sabio (si el zazen buscara eso saldría corriendo; ¿lo busca?)… me bastaría con levantarme una mañana de un sábado cualquiera y poder decir: «¡Qué maravilla! ¡Puedo cortar leña y sacar agua del pozo!»

Ya ves que haber compartido estas reflexiones no hubiera tenido quizá mucho sentido en un momento reservado a hablar de la práctica del zazen. Además de que la timidez me hubiera impedido hacerlo.

Perdona por haberte robado estos minutos.

Un abrazo de corazón.

Rober

3 pensamientos en “LA MIRADA DE ASOMBRO, por Roberto Folgueira”

  1. Creo que perdimos la capacidad de admiración cuando intentamos comprenderlo todo y la comprensión se convierte en algo más importante que el mero hecho de admirar. El problema de la filosofía es la misma filosofía en si. En dar el paso de dejar de admirarnos como niños y empezarnos a preguntar el por qué de todo. Por qué esto por qué lo otro, y que pinto yo en todo esto… Solo admiración, nada de preguntas y debates sin respuesta de opiniones sobre opiniones que se desdicen y vuelven a decir unas a otras dependiendo de las modas o épocas.

  2. Rober, gracias por tu dádiva compartida, tan cercana, tan profunda y verdadera. GRACIAS POR ESO, POR DONÁRNOSLA. Nos enriquece tu capacidad de asombro, vital y necesaria para aproximarnos al Misterio que somos, y al que sólo no acercamos siendo niños, no con su inmadurez, sí con su inocencia. Eso es vivir el Zen, un reclamo, quizá una nostalgia que desde la niñez nos apremia hacia el Misterio del Ser, que celebramos cuando brota lo sublime, ahí, en cada paso. Bien lo sabía mi admirado Unamuno cuando escribió:

    Agranda la puerta, Padre,
    porque no puedo pasar.
    La hiciste para los niños,
    yo he crecido, a mi pesar.

    Si no me agrandas la puerta,
    achícame, por piedad;
    vuélveme a la edad aquella
    en que vivir es soñar.

    Miguel de Unamuno

    Una gozada, Roberto, una gozada. Y un abrazo enorme de tus nuevos compañeros de Camino.

    R.

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