Jesús

Ocurrió en Kioto. Un joven escritor holandés, interesado por el zen, visitó en uno de los magníficos templos budistas de esa ciudad japonesa a un anciano monje que, curiosamente, y pese a ser analfabeto, había alcanzado el grado de maestro zen. El monje preguntó al joven sobre la religión que profesaba, y, al responderle que era cristiano, el maestro zen no ocultó su ignorancia sobre la persona y la obra de Jesús, pero comoquiera que mostrara un evidente interés sobre el galileo, el joven corrió hacia la biblioteca de la universidad de Kioto en busca de un Nuevo Testamento. Y ya de nuevo ante el anciano, este sugirió al joven que le leyera un texto del Evangelio, el primero que se presentara a sus ojos abriendo el libro al azar. El texto que el joven halló ante sí fué el pasaje de las bienaventuranzas.

Acabada la lectura, el monje cerró los ojos y guardó unos minutos de silencioso recogimiento, acompañado de otros monjes que se hallaban con él. Al levantar la cabeza, mirando de nuevo al holandés, el anciano exclamó: «No conozco a quien dijo eso que tu has leído; pero está claro -añadió contundentemente- que esas palabras solo pueden ser las palabras de un buda».

Un buda es un ser despierto. Todos los «Budas» hablan igual, todos expresan la misma experiencia. El anciano y analfabeto monje budista de nuestra historia, no estudió teología, pero, sin otra mediación que el conocimiento intuitivo propio de los hombres despiertos, superó en un instante las obsesivas dudas metódicas de los teólogos bíblicos, al reconocer sin mediaciones, directamente, las señas de identidad de Jesús como Buda -Hijo de Dios- Aquel que daba gracias a su Padre porque tales cosas las velaba a los poderosos y las revelaba a los sencillos.

Pesca tradicional en la Isleta del Moro, Cabo de Gata, Almería http://flic.kr/p/eodvdm

Jesús no vino para fundar religión alguna, sino para despertar la dormidera colectiva -el Reino de Dios «está en vosotros mismos»-, ni vino para ser adorado en una peana, sino para mostrar un camino de transformación. Lo ricos no despertarán si no mueren a sus riquezas. Para despertar es preciso morir. Así entiendo yo la resurreción. Jesús tampoco vino para formar castas sacerdotales, ni organizaciones jerarquizadas; menos aún para hacerse seguir o para imitar su vida, sino para que viviéramos profundamente la nuestra y nos imitáramos a nosotros mismos en lo que en el fondo somos. El pecado -que no es sino ignorancia- consiste en aferrarse a su imagen como a un objeto de devoción y no verlo como lo que es: un sujeto de transformación, empeñado en desvelar el Cristo que cada mujer y cada hombre lleva dentro. Lo supo bien quien, libre de prejuicios, escogió a sus discípulos entre los marginados, se encontraba a gusto entre los sospechosos y se dejó acariciar por las prostitutas.

Ese es el sentido del Gólgota: la ternura radical que sabe perdonar la ignorancia de los que le torturan. Una ternura que es paciente y servicial, que todo lo excusa, que todo lo cree, que todo lo espera, que todo lo soporta, que no acaba nunca. Una confianza en el ser humano, que anuncia la aurora de una nueva conciencia, oculta aún bajo el velo de la ignorancia. La misma ignorancia que sublevaba al novelista Julen Green cuando contemplaba a los católicos su forma clásica de salir de los oficios de Jueves Santo: «Bajan del Calvario -decía- y vienen hablando del tiempo».

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