El cuerpo transparente

Za-Zen, silenciosa contemplación donde aflora lo Otro de mí. Oración verdadera donde no existe el orante, donde suplicado y suplicante se hacen uno porque no hay nada que suplicar.

Za-Zen, profunda y veraz observación desde el cuerpo confiado y la mente callada,  rendida, abandonada a la visión de lo que simplemente es. Distendido cuerpo perfectamente distendido, abierto a la escucha del Misterio que pugna por manifestarse en el flujo del latir y respirar.

Za-Zen, que nada persigue, ya que él se basta para ser  revelación y llave que asoma a la inmensa apertura-obertura de la eterna  sinfonía de la noche de los tiempos.  Inequívoca sensación del Ser de Dios.

Quien nada persigue y se hace nada, des-cubre en el Za-Zen el ensanchamiento de los sentidos cual ventanales abiertos hacia el corazón de lo Invisible.

Hace décadas que la neurología y psicofisiología bautizaron como “sexto sentido” o “sentido kinestésico” el referido a la percepción interna: Sentido del movimiento y de la posición y equilibrio del cuerpo, una mezcla de las percepciones sensoriales, intra-sensoriales  directas, que superaron la visión antigua sólo externa de los clásicos “cinco sentidos”.

Pero el verdadero practicante de Za-Zen conoce desde milenios ese acontecer, aunque sin des-menuzarlo para el análisis de laboratorio,  ni cosificarlo como objeto científico; simplemente lo mira sin juzgar, sin interpretar ni reflexionar. Se “deja prender” por esa sensación de ser que el cuerpo, siempre dócil, nos anuncia y refleja en cada instante. Dejarse prender, luego de des-prenderse.

Cuando,  mis sentidos cesan en su actividad de “fijar objetivamente”, se difumina toda distancia dualista entre observador y observado, entre el yo que testifica y lo que los sentidos perciben. Es entonces cuando el practicante de  Za-Zen desciende a la profundidad de sus sensaciones, las atraviesa en el vaivén de la respiración y paladea el don de permanecer allí, en el estado puro de la percepción donde el observador deja de serlo. Entonces, entiende, ve, despierta, comprende la Vida más allá de toda imagen. Estoy hablando de una claudicación del ego que se somete a LO que llega; a una actitud de dejarse solicitar por la Vida,  a un abandono que le abre  hueco espaciado para poder impregnarse  de infinito.

Estoy hablando –más bien lo intento inocentemente- de un abrirse a la escucha como grieta en la carne, de una atención desde la materialidad del cuerpo; de una sensación global que penetra  en el alma por todos los poros y sentidos; de eso que los antiguos anacoretas del desierto llamaban “la sensación de lo Divino” y Ken Wilber, la “sensación de Ser” que, desde toda suerte de células, tejidos y organismos, logra invadir el campo de la conciencia, haciendo extraordinario lo ordinario.

Tomarse en serio el ejercicio del Za-Zen, supone ya desde el principio dejarse tocar por la Presencia inefable, el Alguien que impregna el cuerpo entero, el cosmos sin puntos cardinales. Presencia  que, compasiva, lava y acaricia como carne de mi carne.

El Za-Zen no persigue nada, simplemente abunda en lo que es: cuerpo de mi cuerpo, carne de mi carne y sangre de mi sangre. Sustancia sin fronteras más allá del cuerpo y de la mente. Experiencia que abraza, suena y resuena en el más hondo capilar del que en su humildad practicante se ha hecho Nada y Nadie.

Za-Zen, Experiencia invasora perforante de todo cuerpo,  alma y espíritu.

Zen, el cuerpo más interior de nuestro cuerpo,  en perpetua creación.

Eterno aquí, eterno ahora.

 

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