Cuando somos

Dicen del mar que contiene todos los elementos de la tabla periódica.

Si realizamos un paralelismo entre el mar y el transcurrir de la Vida, con sus corrientes y todos sus elementos múltiples y diferenciados, podríamos decir que el ser humano es como un grano de sal en el mar de la vida que en sí lleva la Tabla Periódica del Universo entero, la sabiduría profunda y la plenitud de lo inefable.

Pero esos seres que somos cada uno de nosotros, nos hemos encarnado en panoramas y realidades diferentes: familias, culturas, países, continentes, época… que nos ha otorgado un resumen de información condicionada por el propio contexto de pertenencia y herencia.

Descubrir, tomar conciencia y sentir esa realidad de origen único y compartido en la indivisibilidad, en donde todos los seres sensibles e inertes somos múltiples manifestaciones de lo Uno, parece ser el camino espiritual.

El sentido último de las palabras es la descripción de la experiencia sentida, pero éstas nunca llegan a alcanzar, ni siquiera rozar, la auténtica profundidad de lo vivido.

En la experiencia personal de la llamada práctica “espiritual” –más bien vivir desde la conciencia de ser plenamente humana-, en el inicio de la práctica del zen, aunque se explicita que la práctica meditativa es “la muerte en el cojín” sin meta que alcanzar, anidaba una intención secreta en mi interior: alcanzar los mágicos niveles de la perfección espiritual.

Con el paso de los años, el tiempo y la práctica,  la magia mítica e ilusoria se ha ido disolviendo según las experiencias de silencio han ido alcanzando mayor espacio. Sin tener conciencia sentida de la mente dual, la práctica la desenvolvía en un contexto mental en lucha constante hacia todo aquello que «estaba mal», herencia adquirida de la sociedad católica a la que pertenezco, la práctica de la colonización ideo-religiosa.

En el camino día a día, en los pequeños pasos cotidianos que aportan grano a grano el conocimiento y la ampliación del panorama, la beligerancia colonialista -modo egocéntrico de estar en el mundo-, ha ido calmándose, dando lugar a un nuevo estado interior desconocido. El cual me ha permitido comprender, desde el sentir, la parábola de las vírgenes y las Las vírgenes, reflejos de lo vacío como terreno fértil no horadado por la acción destructiva del ruido, se convierten en refugio del silencio. Y la espera «al esposo» en atención.

La dualidad va desapareciendo en tanto que se disuelve el concepto del bien y del mal, naciendo una visión amplia del conjunto que muestra la Realidad en otro nivel de comprensión. Desaparecen las acciones ruidosas del campo de la observación y juicio; el corazón se centra en la persona. Por ello la comprensión compasiva forma parte de ese estado. Permite mirar sin detenerse en lo inútil. La mirada se centra en aquello que corresponde hacer, la acción que desde mi movimiento debe realizarse dentro del orden de lo que se da. Es discernir ese orden que viene dado, y responder en la confianza que lo que se muestra es el movimiento preciso.

Desde el silencio, con atención amorosa, emerge el contenido y dimensión del acto. Dependiendo de lo que sea, a veces la acción es el no hacer. En unas, es suficiente un breve gesto.

Todas ellas, emanan desde la implicación íntima en la práctica amorosa.

En esa comprensión compasiva descrita, también se reconoce que todo lo que se aprecia en la información recibida, pasa por el tamiz de lo subjetivo…

Ante ello, emerge de inmediato la siguiente pregunta: ¿cómo saber que lo que estoy viendo es real y no lo que mi mente crea según su propio condicionamiento?Cuando somos

Nos dicen que estemos atentos a los condicionamientos para descondicionarnos de ellos. ¡Absurdo! Siempre será ese tamiz engañoso el que decida qué es y qué no es. Mejor no entrar ahí. Es una espiral cuyo centro es el ego.

Sentir en plena conciencia que aquello que veo no es fiable dado que es visto desde una mente condicionada, es un paso digno de darse.

Ponerse en duda es un acto saludable; abre la amplitud del campo, cuando esa duda habita en la conciencia de vivir en los condicionamientos. No puedo aferrarme a certezas de la Verdad; ella, aunque presente, no puede ser vista.

El budismo lo expresa muy claramente: los seres humanos carecemos de la posibilidad de comprender con nuestra mente limitada el infinito.

¿Cómo reconocer, con la limitación que somos, que nuestros pasos se hacen desde el amor?

La experiencia probablemente engañosa de esta simple practicante, es confirmada a través de lo que en el contexto se expresa como espacio amoroso: cuando el amor se traduce en gesto que acaricia el corazón; en la mirada que reconoce al otro en lo profundo y en su inmensidad; en la palabra que calma al sufrimiento y llena de paz y sonrisa; en el silencio que hermana; en acogida custodiada de ternura, en acompañamiento respetuoso, en despedida confiada, y cuándo nos abrimos, sin saber por qué, en un entrañable abrazo que nos trasciende a una comunicación íntima y desconocida.

Y sobre todo, cuando una puede abandonarse en la confianza de que lo que nos transciende se manifiesta a través de nosotros convirtiéndonos en un bendito cauce, lo perfecto, lo sin nombre, lo infinito e insondable, siempre se reconoce a sí mismo.

Julia H. Reyna

Las Palmas de Gran Canaria. Mayo 2015.

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