Vaciarse de «Zen»

Un monje, y próximo sucesor de su maestro, preguntó a éste en el lecho de muerte:

-”Maestro, existe alguna enseñanza más que yo deba aprender de ti?”

-“No, respondió el maestro- me hallo plenamente satisfecho; sin embargo hay algo en ti que me preocupa bastante”.

-“¿A qué te refieres, Maestro? Dímelo por favor, para que de ese modo pueda yo corregirme”.

-“¿Sabes qué es lo que me preocupa de ti? –dijo el maestro-: me preocupa que sigas apestando a Zen-“

Ensō

La esencia del Zen -seré reiterativo- no tiene nombre, sobrepasa el mismo Zen, incluido su nombre. Cuando uno ha experimentado lo innombrable no puede adherirse a nada ni a nadie, porque nada y nadie -ni siquiera el desprenderse total, o el Vacío- pueden dar cuenta de ESO. Adherirse a las creencias y adherirse al Vacío, en tanto que adherencia, supone el mismo mal. La misma Nada, en su plenitud, rehúsa a ser venerada como objeto de adhesión. Y no hay palabras para poder explicar lo inexplicable. Será preciso, incluso renunciar al propio Zen. El desapego, cuando lo es, es total, incluido el deseo de perfección, que se queda vacío, y suprimidos tanto el individuo como su situación. Una experiencia de absoluta negación, donde sujeto y objeto se dejan diluir en la nada; tal es la más genuina expresión del Zen, que incluye su propia negación. La negación como un no-espacio originario, entendido como manantial de donde brota todo pensamiento y toda palabra, pero a la vez inalcanzable por el pensamiento y la palabra. Un no-espacio que está fuera de toda terminología y expresión. La palabra apenas si tiene que ver con el hecho que define; la palabra sol no es el sol. Pero la palabras, creadas en el espacio y el tiempo, están asociadas a los sentimientos y afectos espacio-temporales; de ahí que seamos esclavos de las palabras. Tanto si soy católico como si soy budista o ateo, debo liberarme de mis creencias, sustentadas en palabras, para poder mirar la realidad, el hecho, como es, sin palabras. Esa dificultad desaparece cuando practicamos el Zen.

A ESO conduce el Zen, a vaciarse del mismo Zen, y ESO, paradójicamente, constituye la esencia del Zen. Y a ESO, que no se sujeta en la palabra, más paradójicamente aún quiero yo, aquí, con mi palabra, introducirte. Por eso, necesariamente he de remitirte al ejercicio de la atención. Al ejercicio de la sentada en silencio, al ejercicio, al ejercicio, al ejercicio; a la atención, a la atención, siempre a la atención. Amorosa y tierna atención donde lo Otro se anuncia y nos seduce.

Y cuando esto escribo, por medio de la palabra escrita, intento enviarte con todo mi ser, con toda mi atención, e incluso con todo mi cuerpo, un dardo verbal que se hinque en el punto más neurálgico de la palabra, para intentar el imposible de extraer, el zumo del fruto del origen de toda palabra y colocarme contigo en el instante: en el instante que nos vacía, que nos destituye, para así alcanzar el corazón de la semilla de la Vida, tan sólo desvelada en el filo de ese mismo instante. No escribo para que me leas; escribo para que seas. Mejor sería decirlo con un soneto:

VACIAR LA ENVOLTURA

Escribo sin palabras. Mi voz de hombre

hoy desea extinguirse en la aventura

de des-nombrar, vaciando la envoltura

del lenguaje, y alzarme a lo sin-nombre,

que es muerte y es silencio, oda sin nombre;

un rumor sin rumor, y partitura

que evoca otras orillas sin costura;

luz que invita a su sombra a que me asombre.

Extraña muerte en la que resucito

del Silencio, vaciada melodía

que atraviesa esta piel que me contiene

en un cuerpo incendiado de infinito.

Extraña Nada ardiendo en poesía.

Extraña Nada, luz que me sostiene.

El Za-Zen, escarba en los desvanes de nuestra propia intimidad, allí donde, vaciado de toda palabra se expresa ESO: el corazón del Zen, que no tiene palabras. Entonces, escribir, como dicen los poetas, es la manera de quien usa la palabra como un cebo, la palabra que pesca lo que no es palabra. Y cuando esa no-palabra muerde el cebo se puede con alivio prescindir de la palabra. O tirarla.

La palabra de un maestro en un teishô, quiere incorporarse perdiéndose a sí misma en el significado de un fundamento que le pasa y sobrepasa; quiere, desnudándose a sí misma, llegar a las raíces que revientan la propia palabra; quiere llegar a la realidad sutil e intangible que origina toda palabra. Y allí, donde se originan y mueren todas las palabras, anunciar esa pureza natural que el contacto con lo intangible proporciona y que es de un orden que nada tiene que ver con lo visible.

Dejemos ya hablar, pues, al Silencio para entrar en ese otro Orden que respira y nos respira. Quedemos desnudos hasta del propio nombre de Zen; dejemos a nuestro propio ego que abdique de sí mismo, que a sí mismo se suceda. Para que ESO, al fin, suceda.

Del eterno presente emerge en cada instante la profunda inocencia de lo nuevo, que arrasa la hojarasca de tiempos de sequía. En cada instante, al respirar en el vaivén de los pulmones, podemos respirar-nos y respirar el olor y el sabor de la transparente inocencia del mundo, como una sobrevenida lluvia tras tiempos de sequía, que abona de dicha regiones donde nunca hasta entonces estuvimos. Cada instante, efectivamente, cada instante, libre de los aferramientos del ego podemos resucitarnos. AMAR Y SER AMADOS. Cada instante.

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