Quebrar el cerco

Hemos obturado nuestra relación con la globalidad que somos, y así, obstruida nuestra conciencia, viviendo –es un decir- separados, creemos vivir en lo real, aunque ni por asomo atisbamos la real realeza del vivir. Esa es nuestra tragedia.

Sin embargo, cuando el crisol del sufrir, el sinsentido, la soledad o la muerte nos permite que por nuestras entrañas se abra paso la Conciencia, quizá –o sin quizá- entonces podamos comprender quiénes realmente somos más allá del amor y de la muerte.

Más allá y acá del cuerpo ordinario que percibimos, limitado en sus cuatro costados; la humanidad ha podido experimentar a lo largo de los siglos otras grandes dimensiones que sobrepasan y exceden la conciencia ordinaria. Más allá de la sutil energía que transita nuestras células, y más allá de los límites de nuestra mente corporal, el ser humano ha sido capaz de verse como es a pesar de los vaivenes producidos por esa ilusión que llamamos “la vida”: “Algo” que perdura inextinguible. Nacemos, crecemos, morimos; pero “algo” se mantiene sin merma, y podemos verificarlo en la meditación; “algo” que nunca ha nacido y no sujeto al cambio ni a la vejez. En la meditación, aunque no podamos describirlo, sí podemos constatar el «Yo“que hay detrás de todo yo condicionado, la Unidad que palpita tras todo modo de existencia. “Algo” que perdura tras de mí, tras todos los seres, tras todos los eventos, tras todos los deseos y acciones. Una serenidad perfecta que podemos atestiguar en esta vida, haciéndola bonita y habitable. Y vivible. El espacio Vacío del Espíritu.

Yo sé, y quiero recalcar que cualquiera puede saberlo, que nuestro latir y respirar pueden abrirse al Gran Silencio perfecto y absoluto, que podemos experimentar tanto los límites como lo ilimitado. Esta fusión con la Totalidad, que exige la entrega y humildad más sincera, pone alas a nuestra inercia, permite que el Espíritu se haga cuerpo en nuestro cuerpo y fluya por nuestros canales internos. En mi caso, hube de ablandar el corazón de mi mente científica para abrirlo al sabio amigo, Lo Otro de mí, más extenso y grande que los puntos cardinales de mi cuerpo; el que me donó el Origen, el que yo soy desde mi origen, Presencia que no pestañea y que como yo se muestra, tan sólo detectada desde el asombro y la sorpresa del niño interior que en nuestro fondo clama, el que llevamos y nos lleva, Él es la fuerza de la Vida, vida de toda fuerza –imposible más cercana- del Algo que nos habita, como placer, como Big-Bang que estalla como el oleaje de la angustia, como latido, como ritmo del respirar, como el vibrar de los deseos, o sentimientos, o pensamientos. Soy inseparable de tal tsunami que se muestra como yo y que tras mi piel y en mi piel, habita entreverado. La conciencia infinita que soy, capta todo Eso que de ella emerge como objeto inacabable.

Cuestión es de instalarse en el Testigo, descansar en el Observador omnisciente, el Auditor de lo audible e inaudible, el sintiente de lo que en mi interior y mi exterior ocurre. El ser Vacío que late más acá del nacer, más allá del cerco de la muerte.

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