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¡ELÍ, ELÍ, LAMA SABACTANI!

Con ese grito desesperado, Jesús clamó en la soledad más hosca por el amparo de quien, hasta ese momento, fue para él su sentido del vivir, el Padre que le había abandonado. Pero de esa experiencia yo extraigo la mía: la fe en la resurrección no diluye el problema de la muerte, no lo soluciona. Me identifico con Bonhoeffer cuando desde su particular Calvario como condenado a muerte por los nazis, escribió algo hermosamente verdadero: “Dios nos hace vivir como hombres capaces de vivir sin Dios, el Dios que está con nosotros es aquel que nos abandona”. El Dios que acompaña y se manifiesta en la distancia, o incluso en la ausencia.
Quien así habla no lo hace desde los límites, sino desde el centro de su ser, “no en la debilidad sino en la fuerza”. La Fuerza que en lugares de suplicio y maldición suele brotar en los desahuciados que aceptan lo inaceptable.

«…Y  habiendo amado a sus amigos, los amó hasta el extremo…».

Y así comprendieron mejor que ese incondicional amor abarca a los tenidos por enemigos. Tal es el sello de quien, como el profeta de Galilea, vive la Unidad. Proyecto de vida urgente y necesario para hoy.

RR

 

…solo Ser…

Muy de mañana, antes de partir hoy al zazen-kai, pude admirar la extensa dimensión del alba, con todo el aire golpeando mi frente; con todo el cielo azul sobre mis ojos. Y se me dio el don de poder ver que el Despertar es constatar las formas que, una a una, como silenciosos copos que en vez de caer, brotaran del silencio de la Unidad y en lugar de derretirse, deslumbraran las pupilas. Relámpago de luces filtrado en las ranuras de las persianas, que horada los espejos desfondados por donde, reflejándose, asoma el rostro del Origen. De lo vacío mana un tajo de luz, el temblor de Dios.

Y de ese modo, poder contemplar la sigilosa experiencia del silencio cuyo sonar va más allá –bastante más allá- del habla y sus lenguajes; y más allá de la simple insonoridad. Algo parecido al nacer de un des-nacer, donde el amor se hace Noticia y ternura el ser..

En esos instantes el meditante se hace meditación: silenciarse, entornar los ojos y esperar cómo lo inaudible llega. Y acampa, inunda el alma con su insonoro eco, y a borbotones nos respira.

El ser humano no es –como Heidegger dijo- un pastor del ser. El Ser, más bien, nos pastorea, guiándonos con su cayado los pasos hacia el origen de nuestra misma mismidad. Y así con los ojos del cayado, llega un momento en que el caminante presiente que es caminado. Y respirado. Pero de eso que llamamos Dios, de cuya presente impresencia atisbamos tan sólo simples huellas, no sabemos nada más. Porque no se trata de saber: ser es más que comprender.

Mirar a los adentros y poder constatar que en ellos bandea el Océano Pacífico, que la ola es el mar.

Por eso hoy la soledad se hizo más fértil. El Origen se pronunció desde sus más lejanos ecos, y aún siento como propio su propio aliento. Me respira, se desnuda de ecos.

Hasta transparentar su hondura.

Lo sin-nombre aposenta su fe en mi nada, y de esa nada brota mi fe. Confianza desértica, silencio pleno, grieta de luz, tan cierta, tan presente, tan real, que sobra la misma fe, que sobra la misma esperanza. Lo sé. Él contó con mi soledad. Quiero decirlo de otro modo:

El Camino jamás se inicia en mí:
el primer paso para andar por él, para seguir estando en él
es, sencillamente, este dejar de estar.
Ser la propia in-presencia, albergarse en el Vacío,
apoyarse en su grieta. Sólo ser.

R.R.

…»Creedme, clamaba Jesús, yo he vencido al mundo”…

Las religiones estatuídas ya han cumplido muy bien la función consoladora de mantener a salvo al pequeño yo, pero la auténtica espiritualidad supone abrirse a la autenticidad de aceptar la Vida en su integridad. No es adaptativa sino transformadora, no pretende legitimar determinadas visiones del mundo, ni amparar ningún dogma u opinión colectivamente establecida; ni pretende sostener un modelo de filosofía que entienda como fundamento inapelable el individualismo y el competir ajeno al compartir. La espiritualidad auténtica DESARTICULA lo que las civilizaciones consolidadas consideran como legítimo: un yo separado que trata de perpetuarse en el tiempo y único modo de hallar sentido en el sinsentido de la adoración al Dios Mercado y sus mercaderes, como ahora ocurre. La conciencia despierta se sacude ese yugo alejándose del mundo que los grandes profetas denunciaron, y les costó la muerte, como ocurrió a Jesús, o a Margarita Porete en la oscura Edad Media. O matando a Monseñor Romero, que molestaba con su Evangelio vívido: «si hablo de amar a los pobres me llaman compasivo, pero si me pregunto sobre las causas de la pobreza me llaman comunista». Todo eso, lo estamos viendo y padeciendo, aún persiste.

La práctica de la verdadera meditación no se adapta a las condiciones del imperio o establo establecido, rompe radicalmente con él. No es un opiáceo más que ayuda a la adaptación más que a la transformación; no consuela satisfaciendo al ego, lo trasciende. “Creedme, clamaba Jesús, yo he vencido al mundo”.